Por Nicolás Alonso Noviembre 3, 2017

Los habitantes (Bestiario), de Manuel García.

Se supone que este es el fin del Manuel García que conocemos. O, al menos, eso ha dicho: que su recién lanzado álbum, Los habitantes (Bestiario), es un cierre para la primera etapa de su carrera. El último disco, podríamos decir, de ese cantautor tímido que dejó Arica para conquistar la capital con Pánico, un debut repleto de arpegios de guitarra, melodías emotivas y evocaciones poéticas.

Desde entonces, García intentó huir varias veces de esa versión suya, por caminos sinuosos. Probó con la música de raíz, con el rock–pop, con el synth–pop, y hasta viajó a Estados Unidos en busca del folk, aunque el primer Manuel —el reflexivo— siguió emergiendo en los momentos significativos de todos esos trabajos. En Los habitantes busca poner fin a ese diálogo con un broche de oro, y lo logra: el ariqueño se despide de sí mismo con un material que recupera de lleno, en muchos pasajes, la belleza reposada de sus días de Pánico, y que se puede ubicar entre lo mejor de su repertorio.

El proyecto nació de un ofrecimiento de la Universidad San Sebastián. La idea era revisar su obra junto a una orquesta de cámara, pero García subió la apuesta: les propuso crear canciones nuevas. Así, le fue entregando textos al compositor Sebastián Vergara, que a la vez escribió partituras para los violines, oboes, chelos y clarinetes del Ensamble MusicActual, dirigido por Sebastián Errázuriz. Las piezas se juntaron una única tarde en el Teatro Oriente, y se grabó casi de un tirón.

Lejos de la pomposidad en que suelen caer las figuras pop cuando se embarcan en proyectos sinfónicos, en Los habitantes todo es mesura: los arreglos son tenues y a ratos sombríos, escritos para potenciar la voz frágil del cantautor, un instrumento quebrado que se funde con las cuerdas y los vientos para luego emerger con fuerza sobre ellos. Son siete canciones propiamente tales, cinco piezas instrumentales y tres poemas, que encuentran cierta unidad en el carácter conceptual de los textos, en torno a la relación entre el humano y la bestia primitiva que habita en él.

Hay algo de compendio en la obra: en “La tienda de los abalorios” vuelve cierto latido folk de Témpera, y “Quién abandonó un beso” recuerda a los días de Mecánica Popular. En “Los habitantes”, García regresa de lleno al sonido y al lenguaje de Pánico, y canta: “Los habitantes de la casa verde esperan por mí de pie / pálidos, sombríos de tanto estar a la luna, huérfanos. / Yo les muestro un dibujo que hice ayer de un pájaro, de un árbol / Pero no tienen ojos, ni quieren ver. Debo correr”. “La dulce impaciencia” continúa esa línea y “Las espinas en el viento” clausura con fuerza folklórica la obra.

Es difícil prever cuál será la nueva ruta de Manuel García, aunque hay pistas: ha dicho que su gira con Calle 13 lo marcó líricamente, así como descubrir la música de Puerto Rico. Ha dicho, también, que quiere visitar influencias africanas. Pareciera, en cualquier caso, que su voz más reflexiva quedará enterrada por un buen tiempo. En Los habitantes encontró una despedida a su altura.

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