Por Alejandra Costamagna Octubre 26, 2017

“Temía que el hacha se me escapara de la mano y se me cayera. La prestamista era bajita. Recibió el golpe en la cima del cráneo. Dejó escapar un suave grito y cayó al suelo. Le di un segundo hachazo y en seguida un tercero con el lado romo de la hoja y también en lo alto del cráneo”, confiesa su acto Rodión Románovich Raskólnikov al inicio de Crimen, la concentrada versión de la novela de Dostoievski (Crimen y castigo) a manos de Marco Antonio de la Parra. El dramaturgo omite en su versión el “castigo” y se centra en el carácter de thriller psicológico y en las resonancias detectivescas del libro publicado en 1866. El asesino de la prestamista y de su hermana (un inspirado Rafael Contreras) se enfrenta al interrogatorio del juez de instrucción Porfiry Petrovich (Karim Lela) y nos va mostrando progresivamente sus tormentos, su nerviosismo y su estado de confusión culposa. Pero también vemos en escena su delirante concepción acerca de los hombres extraordinarios, que estarían facultados para saltarse la ley y, si es necesario, cometer los crímenes más atroces en nombre de un bien superior: “Maté a una vieja prestamista que a nadie hacía bien. Chupaba la sangre de los pobres. ¿Es eso un crimen? (…) Yo quería beneficiar a la humanidad. Hubiera hecho miles de cosas buenas para expiar esta única tontería”. Las resonancias contemporáneas del texto son abordadas sin desviarse una línea del original ruso. De la Parra se queda con tres personajes: Raskólnikov, Petrovich y la joven prostituta Sonya Marmeládova (Paula Bravo). Y con ellos atiende la pulpa del conflicto, siempre concentrado en el vaivén de los diálogos. Bajo la acertada batuta del director Francisco Krebs (El amor de Fedra), la obra adopta un carácter intimista que se potencia con un tono penumbroso y con un juego de luces (decenas de lámparas dispuestas sobre el escenario) que nos llevan de una atmósfera a otra sin grandes sobresaltos y que sugieren la idea de una Rusia gélida y por momentos inhóspita. El hacha sangrante estará siempre en las manos de Raskólnikov como un trofeo, pero también como una espina que ya no podrá sacarse de la piel. Este es un Dostoievski condensado en siete escenas y setenta minutos de duración, sin ramificaciones, a la vena.

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