Por Diego Zúñiga Octubre 26, 2017

Hasta el domingo 29 de octubre.

Lo primero es el desconcierto que produce ver en una galería de arte una muestra como es Anticristo, de Javier Rodríguez (1981): un puñado de dibujos en el formato de cómic. Ahí, en las paredes de la galería Metales Pesados —y en unos mesones cubiertos por vidrios— podemos ver el trabajo que viene haciendo Rodríguez desde hace un buen tiempo, en el que ha decidido profundizar en un lenguaje que el arte contemporáneo ha ido dejando de lado. Lo dice de manera más clara Carolina Olmedo en el libro que se publicó a propósito de la muestra —Anticristo (Metales Pesados, $10.000 en librerías)—: “Basta con un breve paseo por el arte contemporáneo para darnos cuenta de que la preferencia por el dibujo sitúa a cualquier artista en una zona de riesgo”. Lo interesante, en el caso de Rodríguez, además, es cómo se ha instalado en esa zona de riesgo y ha utilizado el dibujo para indagar en la violencia política, particularmente, en los últimos años, en la historia de los grupos armados que lucharon contra la dictadura.

El origen del trabajo de Rodríguez es documental, claro —examina, por ejemplo, una serie de materiales, como diarios y revistas de la época—, pero luego utiliza la ficción para exponer sus inquietudes, sus preguntas, para crear una historia —en la que siempre está jugando, además, con los materiales que separan la realidad de esa misma ficción—. En el caso de Anticristo, el relato —el cómic— comienza con una noticia de El Mercurio en la que anuncian la extraña desaparición del joven artista Javier Rodríguez, quien investigaba acerca de una fotografía de unos restos humanos, caso en el que estaba involucrado un ex CNI. A partir de eso, el espectador —el lector— ingresará a un mundo tan oscuro como turbio, en el que descubriremos que Rodríguez indagaba en una historia vinculada a “la matanza de Corpus Christi”, cuando la CNI, en junio de 1987, asesinó a 12 miembros del FPMR, tras el atentado fallido que habían realizado en contra de Pinochet.

Los trazos delgados e hiperrealistas de Rodríguez —que trabaja casi siempre en blanco y negro— nos permiten detenernos en los gestos y miradas de los protagonistas que sobrevivieron: ex guerrilleros y ex agentes de la CNI que van armando esta historia y, sobre todo, un rumor que mueve al dibujante-protagonista: que después de esa matanza, el FPMR se vengó o, más bien, un miembro de ellos que tenía poderes sobrenaturales, asesinó, supuestamente, a todos los verdaderos involucrados en la matanza.

Dos de las cosas más atractivas del trabajo de Rodríguez son, por un lado, el hecho de cómo se detiene en estos grupos armados y les vuelve a dar una lectura —que la historia oficial les ha negado—, obligándonos a repensarlos con respecto al papel fundamental que tuvieron para que se acabara la dictadura. Y, por otro lado, es interesante cómo Rodríguez trabaja con la ficción, una materia que se ha vuelto muy extraña para el arte contemporáneo, que parece más bien obsesionado con lo documental. Con ese pequeño movimiento, Rodríguez se nos revela como un artista impredecible y singular.

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