Por Yenny Cáceres Agosto 25, 2017

Cabros de mierda, de Gonzalo Justiniano.

En Cabros de mierda, el director Gonzalo Justiniano ficciona con las vidas de los pobladores que conoció en 1983, cuando vino a Chile para registrar las primeras jornadas de protesta nacional contra la dictadura, por encargo de la televisión francesa. Justiniano llevaba varios años en Francia, pero quiso volver y, un año más tarde, fue testigo, junto a su cámara, del día en que el sacerdote francés André Jarlan fue asesinado en la población La Victoria, en septiembre de 1984.

Justiniano quiere compartir el espanto que vivió en esos años, y lo hace a través de los ojos de una pobladora, Gladys (Nathalia Aragonese), una mujer alegre, luchadora y sin trancas sexuales, a la que apodan La francesita, que sirve como contrapunto para Samuel (Daniel Contesse), un misionero gringo, torpe e ingenuo, que llega a vivir a su casa de La Victoria en ese crucial 1983, año en que las protestas contra Pinochet comenzaron a crecer en todo el país.

En Sussi, donde catapultó a Marcela Osorio como un símbolo erótico a fines de los 80, Justiniano ya había mostrado su instinto y empatía para retratar personajes femeninos, más complejos que el promedio. En Cabros de mierda, Justiniano confirma este buen ojo con sus actrices —como Patricia Rivadeneira en Caluga o menta, y Manuela Martelli en B-Happy—, y es por eso que la interpretación de Nathalia Aragonese es uno de los puntos altos de la película. Gladys es el vehículo para mostrar el lado íntimo de un país en llamas, donde bajo la represión la gente seguía enamorándose o disfrutando de la canción de moda.

Pero en Cabros de mierda también hay detalles incoherentes para una película que propone sumergirse en la vida cotidiana de ese Chile bajo la dictadura. Eso ocurre, por ejemplo, cuando Gladys escucha la presentación de Miguelo en el Festival de Viña del Mar y la canción “Un nuevo baile”, de Emociones clandestinas, dos hitos de la música popular que ocurrieron más tarde, en los últimos años del gobierno militar.

Más aún, la película propone un guiño explícito con lo que pasó en esos años al incluir las imágenes que Justiniano documentó en las jornadas de protesta de 1984. Ese registro del horror cotidiano es amargo y doloroso, condensado en los rostros de esos niños que vemos en medio de las barricadas. Hacia el final, el relato se entrampa y se vuelve demasiado discursivo. La ficción parece perder la batalla y las imágenes documentales de Justiniano resultan tan poderosas que terminan opacando una película bienintencionada, pero confusa.

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