Por Cecilia Correa // Fotos: Víctor Ruiz Julio 28, 2017

El estudio de la vida humana nace con la muerte. A lo largo de la historia, la presencia de cadáveres ha sido clave para estudiar la complejidad del cuerpo humano. Esto lo sabían civilizaciones milenarias cuando embalsamaban a sus muertos.

El Museo de Anatomía de la Universidad de Chile, el primero y único que existe en el país, da cuenta de esta relación entre los cambios históricos y el estudio del cuerpo humano. Una pequeña sala de poco más de 80 metros cuadrados al interior de la Facultad de Medicina, en Independencia —un imponente edificio construido originalmente en 1889 y reconstruido en 1957—, alberga la colección de piezas anatómicas más antigua del país, y da cuenta de la evolución de la salud pública en Chile.

Cerebros disecados, corazones y vasos sanguíneos embalsamados —algunos de hace miles de años—, embriones y pájaros preservados en soluciones líquidas, momias, esqueletos y órganos son parte de este patrimonio, declarado Monumento Nacional. Ahí también se encuentra el maniquí humano más antiguo que se ha documentado en el país, elaborado en Francia en papel maché y utilizado en las primeras lecciones de anatomía a mediados del siglo XIX.

Este lugar, que mantiene viva la memoria científica de Chile, es un punto de encuentro entre los antiguos estudiantes de Medicina y los futuros médicos: generaciones de académicos del área de la salud utilizaron esos objetos para enseñar. De hecho, en el Día del Patrimonio se acercaron los mismos estudiantes y académicos que antaño disecaron y preservaron esos cuerpos en exhibición, para examinarlos como casos de estudio. Vinieron de todos los rincones del país, con sus hijos y nietos, para volver a tener frente a ellos una parte de su historia. Fue la pelea de los propios alumnos de la Escuela por conservar esas reliquias lo que ayudó a preservar el museo.

A la salida del museo está el Anfiteatro de Anatomía (en la foto), construido en 1922, donde los profesores aún hacen clases. Sus butacas de madera de roble y el techo en forma de bóveda han atraído la atención de algunos productores chilenos. Ahí, además de comerciales, se filmó parte de la película Post Mortem.

Internarse en los pasillos de la Facultad de Medicina es como volver al pasado. Pareciera que el edificio— colindante al Hospital Clínico de la Universidad de Chile, José Joaquín Aguirre, en pleno polo sanitario— no ha sentido el paso del tiempo. Sus instalaciones, atravesadas por paredes blancas, en una atmósfera fría, siguen siendo las mismas de hace cincuenta años. Las amplias escaleras conducen a una sala grande, donde al menos cuatro cadáveres —cubiertos por una bolsa plástica azul— permanecen apilados en camillas que datan de 1899. En esa sala, los estudiantes de Anatomía examinan en sus clases los cuerpos disecados.

—En esa época, principios del siglo XIX, pasaba un carretón a las 12 de la noche recogiendo a los muertos de los hospitales de Santiago y los llevaba a la Escuela de Medicina —cuenta el director del museo, Julio Cárdenas. El académico del Programa de Anatomía y Biología del Desarrollo —que ha liderado el proceso de restauración patrimonial— explica que la mitad de los estudiantes (de un curso de seis) moría por las infecciones derivadas de la descomposición de los cadáveres.

Hasta 1980, la Escuela de Anatomía no tenía problemas en la adquisición de cadáveres. Los estudiantes examinaban cuerpos no reclamados que iban a parar a la Escuela de Medicina. Pero una resolución del Ministerio de Salud decretó ese año que las funerarias debían enterrarlos. Ante la falta de cuerpos, se volvió difícil hacer clases. De hecho, en Concepción tuvieron que suspenderlas por esta razón. Ahí la Facultad de Medicina decidió lanzar una campaña para promover la donación voluntaria de cuerpos a la ciencia. Hoy tienen más de 1.000 cadáveres disponibles.

—A la Escuela de Medicina llegaban cuerpos de personas que no superaban una operación en el Hospital San Vicente de Paul (hoy Hospital José Joaquín Aguirre). En esa época no había ningún tipo de regulación. También venían enfermos que morían por cirrosis, insuficiencia cardiaca y renal. Los mejores para el estudio de la musculatura eran los tipos fornidos que trabajaban en el mercado —dice Cárdenas.

“Por esos años, no se iba al hospital a sanar, sino a morir. Hoy vivimos como si fuésemos eternos”, reflexiona.

No es casual que el Cementerio General estuviese en la misma cuadra de la Facultad de Medicina: uno para sepultar a los muertos, el otro para recibir a esos cuerpos sin identidad, reclamados por el olvido.

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