Por D. Z. Junio 2, 2017

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Hace unos años, Graciela Speranza (1957) anotaba en ese ensayo brillante que es Atlas portátil de América Latina (2012): “(Una) mira y lee obras, artistas y autores porque cree que el primer impulso de la crítica sigue siendo descifrar cómo una obra, un artista o un autor dice o hace algo que no había dicho o hecho ningún otro”.

En estos años, Speranza —una de las ensayistas más importantes y originales de Argentina— ha profundizado en ese impulso, en ese deseo por descifrar aquellos libros y obras de arte que se han cruzado por su camino y que ella desentraña no sólo con inteligencia y sofisticación, sino también con la generosidad necesaria que requiere siempre el acto de leer a otro. Podemos apreciarla en sus intervenciones críticas en Otra Parte —revista que dirige junto a Marcelo Cohen— o, por ejemplo, en esa sección genial que inventó el sitio trasandino Télam, “El libro de la semana”, donde invitan a distintos críticos a escribir sobre un libro que les parezca relevante destacar. Cualquiera que piense que la crítica está muerta o que no sirve para nada, pues bien, revisen esa sección y descubran cómo se lee un libro, cómo se escribe sobre él. Cualquiera que piense eso, en realidad, debe leer a Graciela Speranza, sus libros, aquellos artefactos donde lee el mundo desde un lugar particular, uniendo la literatura con las artes visuales y descubriendo conexiones insólitas, estimulantes.

libroLo ha vuelto a hacer en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (Anagrama), su último libro, un ensayo en que a partir de una serie de obras contemporáneas analiza la experiencia del tiempo: su paso, sus derivas, su detención en un presente eterno, y cómo esto es abordado por una serie de escritores y artistas visuales en sus trabajos.

Lo deslumbrante de Cronografías no sólo es descubrir la capacidad de Speranza para hacer dialogar autores tan disímiles, aparentemente, como Borges, Amie Siegel, Sebald, Don DeLillo, Liliana Porter, Christian Marclay, Gabriel Orozco, Anne Carson y Tom McCarthy, por citar algunos de los protagonistas de este ensayo, sino también cómo su escritura permite que las ideas fluyan con una nitidez admirable, sin entramparse nunca con cierta retórica académica.

La escritura de Speranza nos permite leer sus ensayos tal como si estuviéramos avanzando por las páginas de una novela, con esa misma libertad, con ese mismo goce e interés que nos van produciendo las imágenes que ella elige para analizar: instalaciones, videos, esculturas, novelas, cuentos, ensayos, detalles en los que el ojo de Speranza se detiene para indagar, dudar, preguntarse y descifrar qué hay en esas obras que no hay en otras, cuáles son sus vínculos, sus divergencias, cómo abordan el tiempo, cómo quiebran la linealidad de un relato, cómo intervienen con su imaginación el futuro.

Puede ser un documental sobre el último partido de Zinedine Zidane, un microrrelato de Lydia Davis o la monumental saga autobiográfica de Knausgård: Speranza logra captar en una suma de obras contemporáneas —en una cartografía tan personal como arbitraria— los problemas del presente y cómo el capitalismo ha intervenido el tiempo, nuestro tiempo y el tiempo de los otros.

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