Por Nicolás Alonso // Fotos: Leandro Caggiani & Silvestre Comunicación Junio 16, 2017

La historia empieza con dos amigos uruguayos, dos veinteañeros en la amable y amodorrada ciudad de Montevideo, que sueñan con abrir un restaurante. Es el verano de 2015, la gastronomía uruguaya, históricamente apegada a sus tradiciones parrilleras, parece de pronto en ebullición gracias a una camada de chefs jóvenes, y ellos, los uruguayos Gustavo Zerbino y Francisco Baldomir —que no son chefs, pero les sobra el entusiasmo—, también quieren ser parte de eso. Entonces, deciden crear algo nuevo. Una experiencia, dicen. Se lo imaginan así: un restaurante que existe, pero no del todo, que aparece una noche en un lugar y al día siguiente ya no está. Que vuelve a aparecer un mes después en otro sitio.

Inventan un nombre, Mesabrava, y la primera aparición es en medio de un campo, en las afueras de la ciudad. Van 35 personas, cocinan ellos. Al mes siguiente el restaurante aparece adentro de un museo, y van 60. Luego, en una vieja usina, y van 80. Entonces comienzan a invitar a esos chefs que están revolucionando la escena local —como a Lucía Soria, discípula del argentino Francis Mallmann—, y Mesabrava se transforma en otra cosa: en una cena mensual preparada por cocineros de alta gama en lugares como la orilla de una playa o un claro en medio de un bosque. También en un secreto: sin ningún tipo de publicidad, de boca en boca, cada cena es anunciada por redes sociales un par de semanas antes, y el lugar y el cocinero son revelados a última hora.

Desde entonces hubo 25 encuentros, y el último de ellos, el sábado pasado, por primera vez traspasó las fronteras de Uruguay para llegar a Santiago. Anunciado sólo por Instagram y Facebook, el punto de reunión fue el Museo Jedimar, un galpón viejo en Estación Central que en el siglo pasado fue una fábrica azucarera, y que hoy exhibe una impresionante colección de casi un centenar de automóviles antiguos. Allí, bajo la noche negra, los 96 asistentes a la cena —que costaba 49 mil pesos y tuvo lista de espera— se encontraron con un camino de velas encendidas que invitaba a internarse en la penumbra, fábrica adentro. A lo lejos, ecos de swing y de jazz, y al final el escenario: una mesa larga, copando un salón flanqueado de autos y de avionetas y, en el medio de todo, dos resplandores rojos: un Corvette roadster del 57 y un Mustang convertible del 65. Al fondo la cocina, a la vista de los comensales, con el encargado de la cena en acción: Álvaro Romero, el joven chef del restaurante Europeo y uno de los cocineros más premiados de su generación.

Pese al elevado precio, los organizadores de Mesabrava Chile —a cargo de Joaquín Márquez, uruguayo residente en el país—, se esfuerzan para que el ambiente sea informal, por conservar algo del espíritu de reunión de amigos que tuvo en su origen el proyecto. Conversan con los invitados, beben con ellos, cuentan de las experiencias en Montevideo. El menú, acompañado por vinos Marqués de Casa Concha y pensado para un público mitad local y mitad uruguayo, fue una especie de carta de presentación de la cocina chilena: un aperitivo de tarta de setas recolectadas en Quintay y sándwiches de merluza austral; una entrada de jibia de Valparaíso con chimichurri de algas; de fondo, cerdo de Parral acompañado con papas con mote; y de postre una versión moderna de las calabazas en almíbar, seguida de calzones rotos y chocolate caliente con pimienta.

Este año, Mesabrava espera aparecer cuatro veces más en Santiago, aunque las fechas no están definidas. Y si lo estuvieran, sus organizadores tampoco las dirían. La magia, creen, está en eso: recibir, de pronto, una invitación, unas coordenadas, un lugar, una hora y un poco de misterio.

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