Por Patricio Jara Junio 16, 2017

Dos o tres. A lo sumo, tres o cuatro. Al final del día, los buenos libros de cuentos siempre terminan recordándose (citándose, releyéndose) por dos o tres historias. Ocurre también con los discos. Incluso con los grandes discos: un par de cortes en los que se sostiene el brillo de una propuesta; piezas muy definidas que constituyen una forma de persistir en el tiempo. El libro de cuentos Mi novia preferida fue un bulldog francés (Alfaguara), de la cubana Legna Rodríguez Iglesias, calza muy bien en esta categoría.

Aunque la información de la contratapa elude la palabra (prefiere decir “historias interconectadas” o bien “obra”), se trata de quince relatos en los cuales la autora, nacida en Camagüey en 1984, prueba diferentes tonos y recursos para construir ficciones ancladas en las zonas menos luminosas de aquello que aún se conoce como vida privada. Incluso más: entiende muy bien que una cosa es la intimidad y otra aquello que viene desde las tripas. Así queda claro desde el primer relato, llamado “Política”, con la voz de un muerto que repasa su existencia a medida que los despojos de su cuerpo van rumbo a la tumba, con la salvedad de que el finado de pronto repara en que no le han quitado el marcapasos y este “continuará funcionando hasta que se oxide bajo la tierra. Los otros muertos a mi alrededor”, dice, “no podrán dormir en paz. Yo tampoco podré dormir. No tengo sueño. Ni miedo”.

Legna Rodríguez Iglesias es poeta. Esencialmente poeta (gran parte de su producción literaria así lo consigna) y la filtración de las aguas de ese oficio a la narrativa se nota. La cubana es directa, pone las cosas en la cara del lector y se vale de un truco: el uso preciso del punto aparte y del espacio entre párrafos como más que certeros modos de guardar silencio.

En este libro hay tres cuentos que dan ganas de fotocopiar y lanzar como panfletos en todas las escuelas de literatura y talleres donde haya alumnos peleándole tanto a la forma que descuidan el fondo, tan pendientes de la innovación formal que se olvidan de la historia. Se trata de “Miami”, “Clítoris” y “Tatuaje”. De este último, algunas líneas:

“Yo extraño tanto a mi familia que el último tatuaje que me hice fue en su honor: NO HAY AMOR COMO EL DE MADRE. Eso fue lo que me tatué. Porque al final, de la familia, la madre es lo principal. A todo lo largo del brazo izquierdo. Con letras en cursiva. ¿Se dice así? Fíjate qué cosa, que la palabra madre fue la que se me infectó”.

Sin importar cuánto hay de las vivencias personales de la autora en todo lo que narra, el lector rápidamente tiene la certeza de que está ante relatos que no necesitan ser autobiográficos para contar alguna verdad. Aquello es un mérito que no se consigue fácilmente. Es un talento escaso.

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