Por Diego Zúñiga Mayo 19, 2017

Mala junta, de Claudia Huaiquimilla. En cines.

Un niño —de origen mapuche— sostiene un palo de madera y mantiene viva una fogata en medio del anochecer, bajo un árbol: vemos arriba el cielo celeste y abajo la silueta del niño junto al fuego, al centro de todos esos árboles, completamente a oscuras. La escena dura sólo unos segundos, pero es una de las imágenes más hermosas de Mala junta, el sorprendente debut cinematográfico de Claudia Huaiquimilla (1987). Una película entrañable y rabiosa, filmada con la delicadeza —y la lucidez— de quien sabe perfectamente lo que está haciendo; en este caso, seguir con la cámara a dos adolescentes tan complejos como frágiles: Cheo (Eliseo Fernández) es un estudiante que sobrevive como puede en el colegio, donde sus compañeros le hacen bullying por su origen mapuche, y Tano (Andrew Bargsted) es un joven que llega a San José de la Mariquina —pueblo en el que ocurre esta historia, al norte de Valdivia, donde está instalada Celulosa Arauco— a vivir su última oportunidad antes de que lo envíen a un centro del Sename. Es el encuentro entre estos dos personajes —interpretados de manera magistral por Fernández y Bargsted— lo que dará vida a una película donde se abordan tantos temas complejos que resulta realmente admirable cómo Huaiquimilla logra evitar cada uno de los lugares comunes que puede suponer el retratar este mundo precario y violento, al que hay que sumar, además, como trasfondo, el conflicto mapuche, sugerido a partir de pequeños detalles que explotarán en un momento y que cambiarán en muchos sentidos a los protagonistas.

Huaiquimilla logra filmar todo con una cercanía excepcional, sin caer en el paternalismo que puede suponer el contar una historia donde los protagonistas son estos personajes que han quedado a la deriva del sistema. Muestra a estos adolescentes en toda su fragilidad, con sus miedos y sus dudas, y nos permite que seamos testigos, también, de la transformación que viven frente a la cámara, cuando entienden que, por más que traten, no pueden escapar a la violencia. Hay rabia en esta historia, hay desolación también y hay mucha belleza en cómo la joven directora mapuche filma este mundo marginal
—que casi todos conocemos sólo de oídas o a través de las pocas noticias que llegan de vez en cuando— desde una intimidad feroz.

Hay algo de las primeras películas de José Luis Torres Leiva y Alejandro Fernández Almendras en Mala junta: la perfección de ciertas tomas, la confianza en lo que pueden transmitir algunas imágenes en completo silencio, lo político entendido como el retrato de cierta intimidad y un oído prodigioso, el de Huaiquimilla, para registrar un habla que en el personaje de Tano brilla por todos los matices que es capaz de construir, donde puede pasar del odio al humor con sólo un par de frases. Una lengua que está viva. Una película valiente. Un debut realmente extraordinario.

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