Por Texto y fotos: Paula Namur Abril 28, 2017

A las 15:00 horas en punto una voz ronca interrumpe el silencio en la cima del cerro El Roble. Es el guardaparques llamando a los excursionistas a bajar. El cerro, ubicado en la cordillera de la Costa, en el límite entre la Región Metropolitana y la de Valparaíso, cierra en dos horas y media, tiempo justo para alcanzar a hacer el recorrido de vuelta.

Entonces, las cerca de 10 personas en la cumbre a 2.222 metros sobre el nivel del mar comienzan su regreso a lo largo de once kilómetros de un camino que es elegido por muchos para iniciarse en el trekking. Se trata de un sendero con una huella marcada y sin mayor dificultad técnica, sin embargo, su extensión lo puede hacer cansador y ese es quizás el desafío para los novatos. Ahora, si se elige ir en bicicleta, el reto es superior, aunque la bajada parece incluso más gratificante.

La mejor época para visitar este parque sin duda es el otoño, temporada en que los robles inundan el cerro de un tono rojo intenso. Aún mejor si es en mayo, cuando el color alcanza su mayor intensidad.

El ingreso al Roble es a través de la localidad de Caleu (68 km al noroeste de Santiago), y se debe dejar el auto en la entrada. Sólo se puede ir los fines de semana y festivos, y el ascenso es hasta las 13:00 horas máximo.

Con bastones, las zapatillas adecuadas y una mochila con agua y víveres es suficiente para emprender el camino. “Los animales no hacen fuego ni botan envases. Los humanos sí. Rogamos comportarse como animales”, reza un cartel a la entrada, recordando al visitante lo que se puede hacer y lo que no.

En la primera parte, el camino es bastante seco, con una vegetación compuesta de arbustos bajos. Ya a partir del mirador que hay en el kilómetro 4,5 (desde donde se obtiene una vista del cerro La Campana) hacia la cumbre, el caminante se interna en un frondoso bosque de robles que hace del camino algo un poco más frío, con corrientes de viento que golpean suavemente la cara y obligan a ponerse polerón. En los dos últimos kilómetros el camino es mucho más rocoso y la ansiedad por llegar hace inevitable que el visitante acelere el paso. El ascenso toma un poco más de tres horas, haciendo las paradas necesarias para descansar y aprovechar la vista, mientras la bajada se hace en dos horas.

La cima es atractiva por varias cosas. Primero, porque la vista es alucinante: se logra divisar el valle de Aconcagua, que parece un mero accidente entre tanto cordón montañoso (que incluye el imponente cerro Aconcagua hacia el este), además del valle de Til Til y Olmué, y el cerro La Campana (hacia la costa). Si se tiene la suerte de que esté nublado, el valle de Aconcagua se ve sumergido en un mar de nubes que recuerda la vista desde un avión que inicia el descenso. En la cumbre hay una estructura gigante que alberga antenas de telefonía y televisión que, si bien resta sentido de naturaleza, hace inconfundible a este cerro desde la distancia.

Pero no sólo es interesante por la vista, sino también por su historia. En la cumbre hay un telescopio Maksútov en desuso, que está ahí desde los 60, cuando llegó al país gracias a una colaboración de la Academia de Ciencias de la URSS con la Universidad de Chile.

—Su objetivo era determinar posiciones precisas de estrellas brillantes del hemisferio sur —explica José Maza, premio nacional de Ciencias Exactas, y astrónomo a cargo de ese telescopio en el Observatorio Astronómico Nacional. Lo que buscaban era captar galaxias lejanas para poder, en el largo plazo, volver a fotografiarlas y ver cuánto se habían movido las estrellas cercanas en comparación con las galaxias. Y lograron bastante: descubrieron 55 supernovas, explica Maza. Pero lo que marcó su declive fue la salida de los científicos soviéticos del país en septiembre de 1973. Desde ese entonces ha habido algunos intentos por recuperar el observatorio, pero no han dado resultados.

Mientras, el cerro El Roble seguirá siendo una opción de deporte y recreación al aire libre para quienes se quieren atrever a tomar nuevos desafíos en el andinismo.

 

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