Por Alejandra Costamagna Abril 13, 2017

Conejo blanco, conejo rojo. En CorpArtes. Hasta el 12 de junio.

Es el miércoles 5 de abril de 2017. Somos sesenta y nueve espectadores. Entramos a la sala del centro cultural CorpArtes, que ha sido acondicionada como espacio íntimo, de cámara. Al frente, una mesa con dos vasos de agua, una silla tipo taburete y una escalera. Antes de que comience la función, recibimos un papelito negro y con él sellamos el acuerdo. “Compromiso de confidencialidad”, leemos. Y nos comprometemos a guardar reserva de los contenidos que veremos en Conejo blanco, conejo rojo. De manera que este comentario debería llegar hasta acá. Pero, sin traicionar el pacto, podemos decir que lo que ocurrirá en los siguientes setenta minutos será un experimento escénico en el que cada uno de los sesenta y nueve asistentes estaremos directamente involucrados.

Porque esta obra del iraní Nassim Soleimanpour es también una carta abierta a los espectadores. El dramaturgo escribió el texto cuando no podía salir de su Irán natal por no obtener un pasaporte, luego de haberse negado a hacer el servicio militar. Y esta es la forma que eligió para viajar, para moverse a través de las palabras y tomar contacto desde su presente en 2010 hacia un futuro indeterminado, con personas que lo escucharían por boca de un actor o una actriz de algún país ajeno. Ya han sido más de mil puestas en escena diferentes en el mundo, con traducciones a una veintena de idiomas. Una experiencia desafiante para quienes aceptan interpretar la obra (lo han hecho actores como Whoopi Goldberg y Ken Loach) porque acá no hay director, no hay ensayos y cada función cuenta con un actor diferente, que sólo conoce el guión al comenzar el espectáculo.

En este caso, el 5 de abril pasado, el puente entre el dramaturgo y los espectadores fue un envolvente Néstor Cantillana (antes de él estuvieron Alfredo Castro y Paz Bascuñán, y los siguientes miércoles hasta el 12 de junio subirán Héctor Noguera, Tamara Acosta, Antonia Zegers y Héctor Morales, entre otros). Igual de perplejo el actor que los espectadores, a ratos pudimos pensar que estos minutos serían irrepetibles, no porque el texto fuera especialmente descollante sino porque la gracia del montaje es precisamente asistir por primera y última vez a un juego azaroso. Y dejarse llevar por los misterios de una historia en la que hay conejos blancos y rojos, pero también osos y avestruces y seres humanos. Setenta seres humanos, si contamos al actor. Setenta y uno, si incluimos al dramaturgo, que a través de este montaje logra sortear las prohibiciones políticas y estar también sobre el escenario, a miles de kilómetros de Irán.

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