Por Diego Zúñiga Marzo 17, 2017

“Silencio”, de Martin Scorsese.

Hay algo incuestionablemente hermoso en la obsesión de un cineasta por filmar una historia que no puede sacar de su cabeza. Dicen, a propósito de eso, que Martin Scorsese leyó por primera vez Silencio, la novela de Shūsaku Endō, en 1989, cuando se dirigía a grabar Dreams, de Akira Kurosawa, donde Scorsese interpretaría a Vincent van Gogh. La lectura de esa novela japonesa lo dejó convencido de que debía adaptarla. Era una historia que tenía que ver con su fe: es el siglo XVII y dos sacerdotes se enteran de que su mentor —quien fue a evangelizar tierras japonesas— ha cometido apostasía, es decir, ha abjurado de su fe cristiana. Entonces, deciden ir en busca de él.

Casi treinta años después, y luego de muchos intentos por conseguir financiamiento, Scorsese filmó aquella novela y la convirtió en una de sus películas más singulares. Porque Silencio tiene que ver, por supuesto, con esa pregunta constante por la fe que se ha hecho Scorsese en varios de sus filmes, pero su apuesta estética resulta muy diferente a la de sus últimas y hollywoodenses películas. ¿Es el director de la contenida y violentamente japonesa Silencio el mismo que filmó la explosiva y excesiva El lobo de Wall Street? Resulta increíble pensar en dos películas tan distintas filmadas por un mismo cineasta, pero Scorsese es así: un monstruo impredecible,  que no se cansa de asumir riesgos. Con Silencio, de hecho, vuelve a filmar una historia que se desborda, pero con una contundencia admirable. Así seguimos a Sebastião Rodrigues (Andrew Garfield) y Francisco Garupe (Adam Driver) en el viaje que emprenden hacia Japón, en busca de Cristóvão Ferreira, su maestro, un imprescindible Liam Neeson que ha abjurado de la fe católica para sobrevivir en ese mundo hostil, donde si no abandonaba sus hábitos iba a ser torturado hasta la muerte por los japoneses, quienes en su mayoría entendían la fe de otra manera.

Silencio es una película incómodamente católica, donde no hay muchos matices cuando se habla de los misioneros cristianos: ellos son los mártires, al igual que los japoneses que quieren seguirlos en su fe. Scorsese filma a esos hombres de una manera fascinante: imposible olvidar la escena en que un campesino es crucificado a la orilla del mar y muere tras varios días de ser embestido por las olas. Silencio es una historia sobre la fe, pero también sobre cómo tras ella pueden acechar la violencia y la crueldad.

En este caso, eso sí, aquella violencia sólo la ejercen los japoneses. Pero sabemos, porque la historia así lo ha demostrado, que los misioneros católicos no eran necesariamente santos, sino, en muchos casos, hombres intolerantes que querían imponer su fe a cualquier costo. Pero la opción de Scorsese es muy clara y está bien que así sea, probablemente. Ahora, si se deja a un lado esa mirada arbitraria, la película es, en muchos momentos, un prodigio cinematográfico. Pero sobre todo una pregunta que no resulta fácil de responder. Incómoda, necesaria, a ratos indudablemente fascinante.

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