Por Diego Zúñiga Marzo 24, 2017

La tarea del crítico, de Walter Benjamin.

Walter Benjamin tiene veinte, veinticinco, treinta años y escribe. Lee, piensa —piensa demasiado, quizá— y escribe en periódicos, en revistas. Le interesa, sobre todo, poder intervenir en el presente. No es cualquier época. El mundo acaba de sobrevivir a la Primera Guerra Mundial y el nazismo se vislumbra en pequeños movimientos que Benjamin, por supuesto, logra capturar. Entonces, la única forma de manejar esa curiosidad extraordinaria que posee —de darle un curso en la vida— es escribiendo, haciendo críticas, preparando crónicas radiales, anotando en un diario de vida, en un papel, donde sea, pequeños fragmentos sobre la ciudad, sobre política, sobre las novelas, los escritores y los filósofos que lo interpelan de distintas maneras. Benjamin cartografía sus lecturas, todo lo que lo rodea. A esas alturas es, sobre todo, un hombre que lee el mundo como muy pocos lo van a hacer. Por eso, en muchos sentidos, es un escritor que no se agota nunca. Y por eso, también, cada vez que aparece una nueva traducción de sus textos, uno sabe que encontrará en ellos algo nuevo, que probablemente hablará de nuestro presente. Ocurre así, de forma notable, con La tarea del crítico (Hueders), una recopilación generosa y muy precisa de sus intervenciones periodísticas que hizo la benjaminiana Mariana Dimópulos y que tradujo de manera ejemplar Ariel Magnus.

Dividido por temáticas —la ciudad, la niñez, la literatura y los escritores, entre otros intereses—, avanzamos por estos textos de Benjamin, escritos desde la urgencia, pensados para intervenir en las discusiones políticas, filosóficas y estéticas de su tiempo, pero que a su vez le servían, también, como un pequeño campo de batalla donde probar aquellas ideas que le quitaban el sueño. Benjamin entendía la crítica como una forma perfecta de iluminar los libros, las ciudades, el mundo, y así descubrir la naturaleza interna que los configura. Leía de esa manera obras tan diversas como una historia del juguete, novelas monumentales —como Berlin Alexanderplatz —, un libro sobre hierbas, un borrador de Poe, una novela de Bertolt Brecht o un libro de crítica teatral del fascinante e incomprendido Paul Léautaud. Benjamin empieza así su reseña sobre el francés: “Habría que acostumbrar a los escritores a considerar la palabrita ‘yo’ como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores debería desenterrar el ‘yo’ antes de tener cumplidos los treinta”, anota lúcidamente, como si estuviera comentando nuestro presente literario, donde nos hemos visto invadidos de relatos autobiográficos inofensivos y obvios.

Así funcionan los textos reunidos en La tarea del crítico: Benjamin reseña un libro, pero en realidad aprovecha ese espacio breve que le otorgaban los diarios y revistas para comentar el mundo, para hablar de la materia de lo que estaban hechas esas obras: los sueños, las pesadillas y los deseos de aquellos artistas que eran, en muchos sentidos, sus propias obsesiones

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