Por Yenny Cáceres Febrero 3, 2017

Talentos ocultos, de Theodore Melfi.

¿Una historia real es garantía de una buena película? Desde que Steven Spielberg hiciera llorar a medio mundo con La lista de Schindler, esa fe ciega en las películas “basadas en hechos reales” ha dado un paso más allá. Ya sea por desidia narrativa o efectismo, ahora estas películas suelen terminar poniendo en los créditos imágenes de los verdaderos protagonistas. Sucedió hace poco en Sully, de Clint Eastwood, en un epílogo patriotero y casi trumpiano que se alejaba de la sobriedad del resto de la cinta. Mel Gibson abusa del recurso en la sobrevalorada Hasta el último hombre, al insertar entrevistas que repetían lo mismo visto hace pocos minutos en pantalla. Y en Talentos ocultos, de Theodore Melfi, es el final inevitable para una película que basa toda su fortaleza en relatar, como promete su afiche, “una historia verdadera nunca antes contada”.

Y claro, lo que cuenta Talentos ocultos es una historia tremenda: el rol de tres mujeres negras que trabajaban en la NASA en los años 60, justo en la época del desarrollo de la carrera espacial norteamericana que llevó al hombre a la Luna. La protagonista, Katherine G. Johnson (Taraji P. Henson), es un genio de las matemáticas, viuda y madre de tres hijas, una suerte de computadora humana, que tendrá un rol clave en el éxito de la misión Friendship 7, que por primera vez logró que un astronauta estadounidense, John Glenn, orbitara la Tierra, en 1962. Otra de sus amigas, Mary Jackson (Janelle Monáe), se convertirá en la primera ingeniera afroamericana de la NASA, y la tercera del grupo, Dorothy Vaughan (Octavia Spencer), estará a la cabeza de la naciente área de computación. Son puras chicas listas en un mundo de hombres y, más encima, negras. O sea, con todo en contra.

Talentos ocultos es una película de manual. Todo es calculado, desde el casting, donde conviven la guapa, la chica normal y la más gordita, hasta la música, en que las canciones negras se suceden sin parar, por si alguien no se ha enterado de que estamos ante una película de negros. Todo esto no tendría nada de malo si detrás de esta versión edulcorada de la historia no se escondiera un relato cruel de discriminación. Porque estamos en Virginia, durante 1961, un lugar donde la segregación se vive en detalles banales pero demoledores, como el hecho de que estas mujeres no puedan ir al mismo baño que las mujeres blancas. Esos pequeños momentos son los mejores de una película predecible. ¿Una buena historia puede salvar una película? Acá está la respuesta: una película inofensiva para una historia feroz.

Relacionados