Por Álvaro Bisama Febrero 17, 2017

“La canción de las sombras”, de John Connolly.

La canción de las sombras (Tusquets) es la novela nº 13 de las aventuras de Charlie Parker, el detective creado por el irlandés John Connolly. Parker, que debutó en 1999 en Todo lo que muere, partió persiguiendo asesinos seriales y, libro tras libro, comenzó a habitar un mundo propio a medio camino entre el relato gótico y la conspiración religiosa. “Bird” Parker, entonces, se volvió un héroe atípico, un detective que creció por medio de policiales durísimos llenos de fantasmas, ángeles caídos y monstruos de todo tipo. Aquella mezcla, en El invierno del lobo, terminó por casi matarlo y hace que en la presente novela aparezca convaleciente y quebrado, con sus facultades disminuidas y tratando de sanar física y mentalmente. Pero Connolly es Connolly y para recuperar a Parker, en vez del reposo, lo mete de lleno en un caso de nazis escondidos, asesinatos extraños y unas cuantas buenas balaceras. Como siempre, esto es la excusa para que Connolly destripe la vida de Boreas, un pueblo pequeño de Maine, en Estados Unidos. Y quizás ahí está la gracia de la novela y de la escritura de su autor: el policial sirve acá para inmiscuirse en las vidas de hombres y mujeres atados a un paisaje donde están atrapados por la miseria, la inercia o el miedo. La canción de las sombras se vuelve, de este modo, otra parada más en esa descripción sobre las entrañas de un país colapsado, golpeado por la recesión económica, el ascenso de la derecha religiosa y la crisis inmobiliaria. Es en ese espacio donde Parker y sus amigos van y vienen, cazan criminales de guerra y tratan de hacerse cargo de los fantasmas que les susurran al oído por las noches. Por supuesto, como en otras obras del autor, el relato se demora en partir, pero cuando lo hace adquiere un ritmo endiablado y el lector se ve metido en un laberinto de secretos, persecuciones, identidades falsas y atrocidades de cuño diverso. Connolly es bueno en eso, como también en el hecho de que todo lo anterior daría lo mismo si la novela no propusiera como contrapunto un escenario de calma aparente como es el pueblo ficticio de Boreas: las playas de un lago helado, bares olvidados, iglesias antiguas, cafeterías donde se espera la tormenta, caminos sinuosos que recorren días idénticos a otros, tan fríos como llenos de secretos.

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