Por Yenny Cáceres Noviembre 11, 2016

Ya sabíamos que José Luis Torres Leiva es uno de los cineastas más talentosos e inclasificables del cine chileno reciente. Lo que no sabíamos es que también es uno de los más generosos. En su última película, El viento sabe que vuelvo a casa, sigue a otro cineasta, el documentalista Ignacio Agüero, durante la preparación de una película en Chiloé.
Torres Leiva lo acompaña hasta Meulín, una isla cerca de Achao en que los mestizos viven de un lado y los indígenas, del otro. Agüero se propone filmar una película sobre una historia de amor entre dos jóvenes que desaparecen y en esa búsqueda se reúne con distintos personajes de la isla. Esta es la primera capa de una película que tiene muchas otras y que también encierra un misterio: ¿cuál es la historia que nos está contando?
Una es la historia de una isla dividida, otra la de un cineasta en busca de sus personajes y, por último, y que se superpone a las otras, el homenaje de Torres Leiva al cine de Agüero. Así, asistimos al encuentro de dos formas de ver el cine, con la que puede ser la dupla creativa más estimulante del cine chileno en el último tiempo.
Porque esta finalmente es una película sobre la mirada, sobre cómo contar una historia, acerca del cine y sus mecanismos narrativos. Antes que Torres Leiva, fue Raúl Ruiz quien vio el potencial cinematográfico en la figura de Ignacio Agüero, en su hablar cansino y campechano que registraría en películas como Cofralandes, Días de campo y La recta provincia. Esa misma genuina curiosidad y empatía con que Agüero enfrenta a sus entrevistados, que hemos visto en trabajos como Aquí se construye (2000) y El otro día (2012), que lo han instalado como uno de los documentalistas más admirados del circuito, no sólo local, sino que últimamente a nivel internacional.
El viento sabe que vuelvo a casa es un homenaje a Agüero que también dialoga con el cine de Torres Leiva. Desde su debut en El cielo, la tierra y la lluvia (2008), el paisaje ha sido parte de la condición vital de su cine. El paisaje como otro mecanismo narrativo y que en este caso vemos reflejado en esos atardeceres chilotes, eternos y de belleza arrebatadora, que se asemejan a una pintura de Caspar David Friedrich, con todo el enigma que eso implica.
Como suele pasar en los documentales de Agüero, esta es una película con más preguntas que respuestas, que se va armando en el camino, y que se sustenta en la principal fortaleza de Agüero: saber escuchar. Así, inesperadamente, llega el mejor momento de la película. El testimonio de una mujer que tuvo nueve hijos, y que desde hace 30 años no ve a su hijo mayor. Nada de lo que yo pueda escribir aquí puede repetir ese momento, emotivo, mágico, irrepetible. Esto es cine puro. Y punto.

“El viento sabe que vuelvo a casa”, de José Luis Torres Leiva.

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