Por Diego Zúñiga Agosto 12, 2016

Neruda no es lo que uno esperaría de una película sobre Pablo Neruda y ese es el primer acierto del último filme de Pablo Larraín: esquivar las expectativas, la biografía y la idea más simple de representación. Porque sí, estamos ante la figura imponente e inconmensurable de Pablo Neruda —interpretado por un extraordinario Luis Gnecco—, pero más que eso, estamos ante una ficción que se toma todas las licencias para reconstruir una parte de la historia del Premio Nobel, específicamente la persecución que sufrió el poeta a partir de la Ley Maldita promulgada por el presidente González Videla en 1948.

Larraín, entonces, trabaja con los materiales históricos, pero no se empecina en hacer una biopic, al contrario, maneja las ambiciones de representatividad de manera más modesta y de esa forma —con un destacado guión de Guillermo Calderón— consigue retratar al poeta como un personaje complejo e inesperado, una figura que se escabulle, que no quiere ser aprehendida y que está lejos de la solemnidad en la que está atrapada desde hace tantos años. Hay levedad en la forma en que Larraín aborda a Neruda y eso es un paso importante en su filmografía. Una levedad que está encarnada, sobre todo, en Óscar Peluchonneau —interpretado por Gael García Bernal—, el hombre que persigue al poeta, quien le va dejando pistas —novelas policiales— para que en algún momento llegue a capturarlo. Mientras avanzamos por ese juego del perseguido y del perseguidor, Neruda transita sin problemas por el western, el noir, el thriller y la comedia negra, convirtiéndose así en un territorio donde Larraín explora y se arriesga. Hay una apuesta en ese sentido y por momentos funciona, sin duda: Neruda se vuelve un personaje fascinante, la voz en off en que va narrando Peluchonneau nos resulta cada vez más cercana, y uno entra en esta dinámica de la persecución sin esperar mayores resultados en términos de trama. Larraín filma con libertad y logra que la cinta se desborde —la aparición de algunos secundarios notables, como Trinidad González y Roberto Farías, ayuda a eso—, más allá de que la ambición por armar un relato acerca del acto creativo termina siendo desmedida y no logra encajar en el tono con que se nos han presentado las distintas facetas de Neruda.

Dentro de la filmografía de Larraín, Neruda debe ser su película más genuinamente extraña. El artificio está expuesto sin trampas, lo que le permite indagar de manera más libre en la forma en que ha decidido filmar esta historia: sin grandilocuencia, sin solemnidad.

“Neruda”, de Pablo Larraín.

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