Por Alberto Fuguet Agosto 5, 2016

Cada vez más poetas están escribiendo narrativa. ¿Sucede al revés? ¿Sucederá que novelistas terminarán como poetas? Lo cierto es que vivimos en una era post-Bolaño y le hace bien a este país de poetas que la prosa estilizada y comprimida, el dudar de los adverbios (“es diciembre en el relato, recuerda Juan, así que corre un viento ¿insolente? El adverbio lo detiene. Es sólo viento. Un viento de verano que parece otoño”) se transforme en relatos, en historias, aunque sean, como quizás sea esperable, algo leves, ligeras, reprimidas. Los poetas tienden a fascinarse más por las atmósferas que por los personajes o los conflictos. Nada de malo en ello. Juan José Richards, que ya tiene varios poemarios y una serie de intrigantes y misteriosas libretas y bitácoras, debuta a los 35 años como un narrador joven y la verdad es que Las olas son las mismas (Los Libros de la Mujer Rota) es una novela en extremo joven, frágil, contemporánea, sutilmente actual.

Juan es chileno, tiene un abrigo, camina por Manhattan en medio del frío y el viento y está solo. Le quebraron el corazón, al parecer, y mira a los hombres con tanto deseo como pánico. En la novela, la mirada gay que tiñe y articula y eleva el relato va más por la melancolía y la fragilidad del raro que nunca ha logrado encontrarse del todo. Juan es un #foreveralone, estudia Literatura en NYU y antes de que aparezcan los hipsters de Brooklyn nos queda claro que echa de menos. No tiene mucho que contar, pero sí lee: un día encuentra en la biblioteca una libreta-bitácora de una pareja francesa joven que está terminando su relación y deciden viajar a Valparaíso, al Cerro Alegre, para terminar su noviazgo antes que 1999 se transforme en el nuevo milenio (un recorrido que recuerda el de esa preciosa cinta de destrozo y melancolía que es Happy Together).

Richards quiebra la matriz Paul Auster y en vez de emprender una investigación de estos chicos se dedica a leerlos para leerse a sí mismo. Lee como el voyeur con visa que es, como el flâneur con iPhone en que se ha convertido. E.M. Forster insistía que en la literatura y la vida se trataba de “sólo conectar”, pero en Las olas son las mismas nadie lo hace. ¿Hay algo más romántico que terminar? Más mueren de desamor, sostuvo Saul Bellow, y Juan José Richards parece estar de acuerdo. Su novela se transforma en algo así como un gran regalo de despedida: toma, lee este libro y piensa en mí y lo que te perdiste. Richards le da voz y tensión al silencio, hace ternura de la soledad, transforma los copos de nieve en golpes emocionales y apuesta más por la energía erótica que implica terminar que por la locura sexual del inicio. En ese sentido, la novela conversa con la generación de los millennials y es en extremo actual, contemporánea, triste y hasta roza lo emo, pero se eleva y se detiene antes de que nos moleste el tono o Juan o los mismos franceses con sus calzoncillos de colores.

Hay películas ideales para invitar a chicas; esta novela es perfecta para levantarse poetas nuevos y chicos escondidos detrás de sus audífonos. “Golpe de vista al cielo y la tarde se clausura”, siente por ahí Juan. Su problema es que siente demasiado y que todo le afecta. Tal como Pitol décadas atrás, Richards hace arte de la fuga, épica de la huida y transforma al pasivo en héroe de acción.

“Las olas son las mismas”, de Juan José Richards.

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