Por Diego Zúñiga Mayo 20, 2016

¿Qué hacer con Manuel Rojas?

La pregunta puede resultar pertinente ahora, cuando acaban de llegar a librerías dos reediciones importantes de su obra: Imágenes de infancia y adolescencia (Tajamar Editores) y Cuentos (Ediciones Universidad Alberto Hurtado). Son dos ediciones cuidadas y que parecen darnos una respuesta a la pregunta inicial de este texto: hay que leer a Manuel Rojas desde sus otros textos, hay que entrar al mundo de Rojas por el costado, por su obra autobiográfica, por sus relatos breves, esquivar su novela más importante —Hijo de ladrón— y descubrir otra cosa. Olvidar al Manuel Rojas que se convirtió en lectura obligatoria de colegio, sacarlo de ese lugar canónico y leerlo desde el presente, ver qué nos dice, cómo nos sigue interpelando, cómo sigue hablando de un Chile que parece no desaparecer.

El ejercicio vale la pena. Leemos Imágenes de infancia y adolescencia y vamos descubriendo cuán importante fueron los materiales autobiográficos en sus novelas, en sus cuentos. Es un libro escrito con una prosa cuidadísima, que recuerda de hecho a la escritura de su amigo José Santos González Vera. Hay una delicadeza importante en la forma en que aborda sus recuerdos de infancia y adolescencia; tiempos que no fueron nada de fáciles. Y justamente en ese contraste radica uno de sus mayores aciertos: “De mi padre sólo tengo dos recuerdos: uno en que paseo con él sobre alguna parte del puerto de Rosario, en la Argentina (…). En el otro lo veo tendido sobre una camilla y cubierto por una sábana del Hospital San Vicente; muerto”.

Rojas narra el mundo precario que le tocó vivir sin caer nunca en la afectación y eso no deja de ser sorprendente. Así, entre los recuerdos de infancia y adolescencia, entre esos viajes durísimos e inolvidables en los que cruzó la cordillera, entre trabajos mal remunerados y barrios obreros que luego aparecerían en sus novelas y cuentos, vamos descubriendo el origen de un narrador rabioso, que supo trabajar con aquellos materiales y convertirlos en literatura.

Muchas de esas anécdotas y personajes con los que se cruzó durante su adolescencia terminarían siendo los protagonistas de los veintiocho relatos que conforman Cuentos, antología que realizó el mismo Rojas y que publicó tres años antes de su muerte. Son relatos llenos de vitalidad, en los que sus protagonistas luchan contra un destino marcado por la miseria, por las diferencias sociales, por una naturaleza que siempre está contra ellos. Pero resisten. Son hombres aparentemente duros, aunque Rojas no desestima nunca la fragilidad que se esconde en ellos; no deja de ahondar en los matices que conforman a estos personajes de barrios bajos. Cuentos como “Laguna”, “El delincuente”, “El vaso de leche” y “Pancho Rojas”, por citar algunos, siguen interpelando de manera cómplice al lector.

Es tiempo de volver a Manuel Rojas y leerlo sin solemnidad, sin pensarlo en el centro de nuestra tradición narrativa. Volver a Rojas, a González Vera, a Alcalde, a Droguett y enfrentarlos con nuestros narradores más raros, como Edwards Bello, Emar, Wacquez o Enrique Lihn, y ver qué resulta de ese ejercicio.

En una primera instancia, al menos, descubriremos cómo Rojas sigue siendo un narrador urgente, vital, deslumbrante.

“Imágenes de infancia y adolescencia” y “Cuentos”, de Manuel Rojas.

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