Por Alberto Fuguet Febrero 5, 2016

En temporada de vacaciones a veces uno comienza a pensar en alargarlas. O ir más allá: nada de balnearios o una escapada por una semanita, sino ser más severo, más jugado, más intenso. ¿Y qué pasaría si uno no regresara? ¿Si cortaras todo lazo? Eso es más o menos la historia de Chris McCandless, un chico de 24 años que, luego de cumplir sus obligaciones sociales-y-familiares y graduarse de la universidad, quiso cercenar su pasado de su presente e irse, a lo Kerouac, hacia las rutas salvajes. McCandless había leído demasiado y quiso imaginarse un Estados Unidos preindustrial e intensamente literario fundado por Twain, London, Hemingway y Thoreau (y por cierto Walt Whitman, que ha desatado a tanto chico confundido con sus odas eróticas hacia una naturaleza indomable). El resultado de la peregrinación fue un desastre. El chico había leído mucho, pero poco sabía de la realidad. La opción de querer conocerse más terminó en algo así como una muerte literaria. McCandless se congeló en Alaska. ¿Fue un accidente o un acto poético? ¿Fue un chico iluminado o uno torpe que trató de abarcar más de lo que pudo? ¿Acaso McCandless fue el niño símbolo de los abajistas, un hipster adelantado? El entrañable joven antisistema se adelantó a la antiglobalización, pero no fue capaz de dominar al propio globo llamado Tierra.

Todo esto ocurrió en 1992, cuando partir lejos era partir lejos y no había Twitter, ni GPS y perderse era una posibilidad concreta. Era, por cierto, una época más romántica y el hecho que haya sido hace tan poco le otorga un plus a esta odisea. En 1996, el periodista Jon Krakauer decidió expandir su reporteo periodístico sobre esta historia para Outside y publicar una crónica más larga (y más personal) llamada Hacia rutas salvajes. Varias cosas sucedieron: nació un libro indispensable y de culto; Krakauer se convirtió en el relator privilegiado del alto-riesgo y la moral Patagonia; Chris McCandless ingresó al territorio de la leyenda y Sean Penn, como tantos otros, quedó prendado de esta peregrinación luminosa hacia la muerte , y al final hizo una película épica que parece mejor de lo que es.

Por mucho tiempo el libro (crónica, no-ficción personal, libro de aventuras, testimonio) no estuvo en español y luego se agotaba y se iba. Usando, como es lógico, el icónico afiche del filme como portada, Ediciones B lanza para los veinte años de su publicación este librito de bolsillo que, personalmente, releo cada tanto y que he regalado mucho (qué gran regalo es; ideal para muchachos, ex scouts, estudiantes que dejan su carrera, artistas en ciernes, adictos al turismo aventura). La película, que cautivó a muchos, con Emile Hirsch en el rol de su vida y Eddie Vedder a cargo de una banda sonora inolvidable, caló profundo en un cierto público masculino inseguro-osado, catapultó al libro de Krakauer a niveles bíblicos y desplazó definitivamente a Siddharta como el libro que “todo chico sensible debe leer mientras mochilea y explora el mundo o a sí mismo”. Es una gran crónica; excesiva, sobregirada, personal, luminosa. Krakauer empatiza tanto con el personaje, que lo que se produce es una extraña transferencia, lo que catapulta la historia de un chico en acaso la historia de una generación.

Veinte años después, Hacia rutas salvajes sigue taladrando firme en todos aquellos que desean viajar, escapar, perderse.

“Hacia Rutas Salvajes”, de Jon Krakauer.

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