Por Álvaro Bisama Septiembre 17, 2015

“Buscar la manera de escribir una novela sin ficción. Como dibujar un ser humano sin esqueleto, sin ornamentos, nada”,  anota el narrador de Colección particular, la primera novela de Gonzalo Eltesch (1981). Puede ser, pero el intento está ahí: el deseo de escribir desde los materiales precarios de algo que quizás aspira a leerse como una autobiografía. O quizás no: Colección particular trata de cómo esa voz (que dice llamarse igual que su autor) cuenta en primera persona la Bildungsroman  del hijo de un anticuario de Valparaíso que trata de encontrarse a sí mismo en medio del divorcio de sus padres, las clases de literatura y una relación afectiva desquiciada. No hay mucha luz acá, pero la gracia de Eltesch es justamente esa ausencia de compasión con sí mismo y con los otros, mientras dibuja el mapa de una ciudad (el Valparaíso del plan, tan cercano a Edwards Bello y tan lejano de la postal de los cerros) donde está cada vez más solo.

Porque es acá donde descansa la efectividad de Colección particular, en las anotaciones de un personaje que escribe porque todos sus contactos humanos están fracturados, donde la familia, la profesión y el deseo deben medirse a partir de la alienación y el secreto, del desamparo y la pena. La novela, por lo mismo, es desoladora. Eltesch escribe sobre el funcionamiento de la memoria del mismo modo en que el anticuario colecciona objetos: tratando de conservarlos para salvarlos del mundo y del tiempo.  Por supuesto, fracasa y lo que queda es la novela, que a veces puede parecer un exorcismo, pero también luce una belleza marchita y quizás inédita, una belleza que sólo puede provenir de la devastación y la pena. Así, Colección particular es una ficción sobre la fragilidad de la propia memoria, sobre los cristales rotos que dejan los mitos familiares y sobre el amor como un escombro dibujado entre la imposibilidad de contacto y las siluetas de la ausencia.

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