Por Álvaro Bisama Marzo 19, 2015

Yoshihiro Tatsumi murió hace dos semanas. Tatsumi tenía 90 años y era uno de los principales dibujantes de cómic en Japón: a comienzos de los 60 había creado el concepto de gekiga para definir el cómic adulto y sofisticado que desarrolló como artista. Fan adolescente de Osamu Tezuka, Tatsumi no sólo se separó de su maestro sino que se preguntó exactamente qué significaba hacer una obra “adulta”, generando un proceso de innovación técnica y reflexión sobre el sentido de la historieta y los límites de su lenguaje.

Todo eso puede leerse en A drifting life, su autobiografía de casi mil páginas, donde detalla todo el proceso que lo llevó de ser un adolescente fanático de las historietas a convertirse en un autor profesional, mientras se trasladaba de Osaka a Tokio en los momentos exactos en que Japón salía de la crisis de los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial. Pero, más allá de ese trabajo delicado y maravilloso, el resto de la obra de Tatsumi es una indagación en las zonas oscuras de su país. Aquello está en libros como Infierno, Mujeres o La gran revelación, donde los barrios marginales y las historias de sexo triste en medio de la miseria funcionan como la contracara del ascenso económico de su país.

Publicado en español por Ediciones La Cúpula en la década de los 80 y redescubierto para el público anglosajón gracias al empeño de Adrian Tomine, la obra de Tatsumi es perturbadora pero también doméstica.  En su nihilismo y humor negro no sólo es posible encontrar desgarradoras fábulas de abandono sino una profundidad inusitada y peligrosa, humana en su violencia y melancolía, intolerable en la claridad, que sólo un maestro como él pudo haber logrado.

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