Esta película es un viaje sin regreso. Después de esa obra mayor que fue The master, Paul Thomas Anderson regresa con Vicio propio -una adaptación de la novela de Thomas Pynchon-, una película inclasificable y para la cual debiera inventarse una nueva categoría: quedar bajo los efectos del cine de Paul Thomas Anderson.

Larry “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix) es un detective privado de poca monta, que pasa la mayor parte del día drogado. Estamos en Los Ángeles a inicios de los 70, en una ciudad aún golpeada por los asesinatos de Charles Manson y que parece estar despertando de la resaca de los hippies. Su némesis es un policía apodado Bigfoot (Josh Brolin) y su perdición -no podía ser de otra forma- es una mujer, Shasta (Katherine Waterston), su ex, una nueva encarnación de la femme fatale, la chica bonita que lo meterá en líos en una sociedad donde la corrupción y la podredumbre están a la vuelta de la esquina.

Es inevitable recordar con Vicio propio la gran tradición del cine negro norteamericano, desde El sueño eterno de Howard Hawks hasta Chinatown de Polanski, y sus historias de familias poderosas y rancias, con herederas turbias y dispuestas a todo. Anderson es un director que aún tiene fe en el cine, y lo demuestra homenajeando al género, pero también reinventándolo, filmando con el mismo desenfreno de Boogie nights, la cinta que lo puso en el mapa del cine.

Porque Anderson es de los pocos directores que pueden filmar con un ritmo y con un tono a la par de la historia que están contando. Anderson no está anestesiado, y es capaz de filmar con nervio una escena de sexo, pero también logra sumergirse en el mundo de Sportello, este Philip Marlowe hippie, entrañable y decadente a la vez.

El resultado es un relato alucinante y pesadillesco, para perderse bajo los efectos del cine como droga de Anderson. El día en que perdamos la fe en el cine, apenas tendremos un puñado de películas para recordar. Y siempre nos quedará Paul Thomas Anderson.

“Vicio propio”, de Paul Thomas Anderson.