Por Rodrigo Fresán, escritor. Febrero 25, 2015

Se entra y se sale de Sueños de trenes de Denis Johnson -nacido por casualidad en Múnich, 1949, y cuyas influencias incluyen, dice él, a “T. S. Eliot, Dr. Seuss, Dylan Thomas, Walt Whitman, los solos de guitarra de Eric Clapton y de Jimi Hendrix”- como de un sueño. La sensación no es nueva en  la prosa entre opiácea y encandiladora de una de las firmas mayores y uno de los máximos estilistas en la literatura contemporánea en idioma inglés. Sensación que ya estaba presente en las variaciones noir de Ángeles derrotados, Resuscitation of a Hanged Man, Already Dead y Que nadie se mueva. O en las viñetas drogadictas del muy admirado Hijo de Jesús. O en el Vietnam de esa gran novela americana que es Árbol de humo. O en la alucinógena y davidlynchiana novela de campus que es El nombre del mundo. O en los paseos à la Robert Stone & Graham Greene & Joseph Conrad & Joan Didion por tierras exóticas y peligrosas de The Stars at Noon y la recién aparecida y un tanto decepcionante The Laughing Monsters.

Pero más allá de las tramas, Johnson es un idioma.

La novela breve Sueños de trenes (que ahora aparece en castellano por Random House, publicada originalmente el 2002 en The Paris Review y recién en libro en 2011) es la máxima expresión del arte de Johnson. Y narra -con modales tan delicados como concentrados y contundentes- la odisea  de toda una vida en apenas un puñado de páginas. Las idas y vueltas de un tal Robert Grainier, desde su nacimiento en 1893 hasta su muerte en 1968. Por el camino -con aires de fotografía de Dorothea Lange o grabado de Grant Wood o película de Terrence Malick o primitiva balada ferrocarrilera de Johnny Cash-, bosques y aserraderos y rieles y vagones y puentes y la madera como materia conductora a lo largo de años, donde hay tiempo para enamorarse y sufrir una catástrofe familiar y volverse poéticamente loco. También, hay guiños raros al mito folk de Caperucita Roja. Y hasta un Elvis Presley que pasaba por ahí. Y un chino que arroja una maldición a los cielos donde vuela un biplano. Y panorámicas pioneras del Oeste que parecen vibrar con la fuerza envolvente del mejor CinemaScope. Todo como en el sueño de un drogadicto o, mejor, de una droga que sueña. Y, sí, alguna vez adicto a las drogas e interrogado sobre el asunto, Johnson explicó: “Puedes tomar drogas sin escribir y puedes escribir sin tomar drogas. En lo personal, pienso que es un milagro que me haya convertido en escritor habiendo consumido todo lo que consumí cuando era joven”.

Se enumera todo lo anterior para confesar que no hay nada más difícil que explicar el placer y el privilegio de leer al poético Johnson. Hay que subirse a Sueños de trenes para comprenderlo. Hay que leerla rápido y despacio al mismo tiempo. Ser arrastrado por las frases como leños río abajo o vagones vía arriba. Y, llegados al punto final, no queda otra que volver a empezar.

Pocas veces la etiqueta de “pequeña obra maestra” se ha justificado más y mejor que en el caso de este tan inmenso y tan desvelador Sueños de trenes.

“Sueños de trenes”, de Denis Johnson.

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