Por Yenny Cáceres Febrero 11, 2015

Antes de tomar sus votos como religiosa, Ida, una joven novicia católica, viaja a conocer a su única pariente viva. Ida es casi una abstracción. Es una huérfana que se ha criado toda su vida en un convento, una chica virginal, inocente y medida, que encontrará en Wanda, su tía, su reverso. Wanda es una mujer descreída y pragmática, que mira con desconfianza la religiosidad de su sobrina. Wanda es una jueza dura y amarga, formada en la Polonia comunista de la posguerra, una mujer independiente para esos años -a inicios de los 60-, que tiene amantes ocasionales y que bebe a la par de los hombres.

Filmada en blanco y negro, con la intensidad del mejor Bergman y con una delicadeza que recuerda al Tarkovski de Andrei Rublev, Ida ocupa la austeridad del blanco y negro no como un mero capricho formal, sino como un mecanismo para hacernos parte del viaje existencial que emprenden estas dos mujeres. Porque cuando se conocen, Ida se entera de una verdad incómoda: ella es judía y sus padres fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Junto a su tía, comienzan un peregrinaje penoso: la búsqueda de los restos de su familia.

Dirigida por Pawel Pawlikowski, un director polaco que ha hecho gran parte de su carrera en Inglaterra -primero como documentalista-, Ida es con justicia una de las candidatas favoritas para quedarse con el Oscar a Mejor Película Extranjera. Porque del encuentro de estas dos mujeres nace un relato potente, donde se cruzan la memoria y la importancia de  sanar las heridas del pasado, aunque se nos vaya la vida en eso.

En este viaje, la virginal Ida descubrirá el mundo, perderá la inocencia, pero, más relevante aún, irá quitando, una a una, las máscaras de su tía Wanda. Porque Wanda también perdió la inocencia, hace muchos años, pero a diferencia de Ida, lo hizo de manera brutal.

Y ahí comprendemos que todo este viaje, en parte, ha sido un engaño. Porque, más allá de Ida, lo que nos interesa conocer son los misterios de su tía. Y así, acompañamos a Wanda. La espiamos en su soledad. Vemos la fragilidad de esa mujer que sólo tiene consuelo cuando escucha a Mozart a todo volumen. En esos momentos, es cuando Ida se revela con mayor fuerza como una película demoledora. Porque detrás de esa fachada, Wanda esconde un secreto familiar ominoso y lacerante. De esos que sólo es posible compartir así, en una oscura sala de cine donde nadie nos vea llorar.

“Ida”, de Pawel Pawlikowski.

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