Por Evelyn Erlij, desde París Junio 11, 2014

En París la historia está contada en las calles, en placas que pregonan que aquí murió Molière, que en esta casa vivió Wagner durante un año o que en este hotel se hospedó Breton durante un mes. Todo está escrito. Todo. Menos la fachada del 142 de la calle Montmartre. Allí, la ciudad se vuelve muda: no hay números, no hay nombres, no hay nada que leer. Sólo unos sobrios muros color gris que rompen la arquitectura haussmaniana del edificio. Sólo una puerta y un guardia hipster barbudo, de mirada vacía, en la entrada. “¿Éste es el Club Silencio?”. El guardia hipster no se inmuta. “Estoy en la lista”. Esas cuatro palabras lo hacen reaccionar.

Todo es negro. Los muros, el suelo, las escaleras que descienden hacia quién sabe dónde, porque uno no tiene idea hacia dónde va. El silencio acompaña la oscuridad. De las paredes cuelgan retratos de gente extraña iluminados por luces blancas y, entre ellos, uno de un doble de Michael Jackson, cuya nariz postiza está al filo de desaparecer. Uno baja, baja, y cuando llega al último piso se siente como Tom Cruise camino a la orgía de Ojos bien cerrados, salvo que aquí no hay que usar máscara ni capa, sino ropa digna para ingresar a tan selecto antro.

Un mundo retorcido semejante no podía salir de la mente de otro cineasta vivo -porque Kubrick murió en 1999- que no fuera David Lynch. Quien haya visto Mulholland drive entiende el porqué del nombre del club, inspirado en una escena de ese filme de 2001, en el que Naomi Watts y Laura Harring ven un show en el que se pronuncia una frase célebre del cine lyncheano: “No hay banda, no hay orquesta”. Ahora no hay banda ni orquesta, pero se hacen conciertos privados de vez en cuando en el escenario del club, enfundado en cortinas de terciopelo de las que uno espera, estúpidamente, que salga Isabella Rossellini a cantar “Blue velvet” o Rebekah del Río a dedicarnos su hit “Llorando”.

Los pasillos son un laberinto lúgubre, apenas iluminado por luces ambarinas. Poco a poco se abren espacios: un sector para fumar, de ambiente perversamente tropical, una sala forrada en cuero estilo avión privado o un baño de muros negros y fulgentes espejos de camarín, donde cualquiera se siente una estrella. Los barmen, hipsters inexpresivos, preparan tragos alucinantes  -en cuanto a sabor y precio- y, entre tanta sofisticación, en una sala principal que algo tiene de la habitación roja de Twin Peaks, la única decepción es no ver ningún personaje extravagante estilo Lynch, sino que un montón de cultores del esnobismo francés.   

El talento del cineasta para crear atmósferas desconcertantes es innegable, sobre todo al ver cómo logra esa sensación fuera de la pantalla. Lo malo, el elitismo: para entrar, se paga una membresía anual de $650.000 o de $1.260.000, en la categoría Premium. Eso da acceso a actividades culturales y peculiares degustaciones culinarias: este mes habrá un wine tasting de la “Compañía de vinos sobrenaturales” y un evento del restaurante “Meatballs with balls”.

El resto de los mortales debe hacer fila después de la medianoche para entrar. Sea como sea, enfrentarse a los muros grises del club ya es un acto digno de recordar: ahí, donde hoy está el claustro de Lynch, estuvo el diario L’Aurore, en el cual, en 1898, Émile Zola escribió su famosa carta “Yo acuso”, en apoyo a Alfred Dreyfus, protagonista del escándalo de antijudaísmo más famoso de Francia. Como en sus películas, nada en Lynch es al azar.

Relacionados