Por Alberto Fuguet* Marzo 14, 2013

Paul Williams pudo venir al Festival de Viña 2013. De más que sí. O quizás esta nota puede servir para colocarlo en el tapete para el certamen del próximo año.

Williams, Paul Williams. 

Quizás el nombre no dice nada, pero basta mirar su baja figura y su pelo rubio muy liso para reconocerlo en un instante. Williams es de ese tipo de figura pop que nadie conoce por su nombre, pero que estalla recuerdos cuando se lo ve. Hoy, a los 73 años, es parte de la retromanía, pero no está ni perdido ni acabado ni mal. Sigue tocando y haciendo giras. Es una estrella B. O quizás C. No llena estadios pero tiene sus seguidores. Vive de su trabajo y de los derechos de autor de hits que siguen funcionando. Incluso de vez en cuando aparece en un rol pequeño en una película. Lo aman en Canadá y arrasa en Filipinas, donde es un ídolo indiscutido. En ese sentido, la historia de Paul Williams no es la de un tipo que se autoinmoló, sino de alguien que aprendió que ya no es una estrella; ahora es un artista que trabaja. Paul Williams es de esos artistas-de-culto-y-algo-camp, mezcla de placer culpable con placer sin culpa, que merecen más respeto del que tienen. Basta ver Paul Williams: Still Alive.

El documental cuenta la historia de un fan que asocia su infancia setentera con el casi-enano y ultrarrubio Paul Williams. El director/acosador/groupie Stephen Kessler pasó su solitaria niñez mirando TV, escuchando radio y yendo al cine. Y, por ese entonces, Williams no dejaba de aparecer en la TV de Kessler. Ahí estaba como compositor de hits clásicos de artistas como The Carpenters y David Bowie; como invitado a los talk shows y programas de variedades, donde llegaba con trajes a lo Elton John y la nariz llena de coca del mismo dealer de John Belushi; trabajando como actor en cintas serias, uniéndose a la trash troupe de Burt Reynolds en la serie de películas camineras y republicanas (Smokey and the Bandit y sus secuelas); haciendo cameos en programas de TV supuestamente desechables, y ligado a cintas glamorosas y casi-disco que poco tenían que ver con las cintas callejeras de los 70 que aplaudía la crítica.

Williams intentó una carrera musical propia, usando la televisión como su plataforma, pero sus hits funcionaban mejor cuando los cantaban otros. Williams sufrió de incontinencia de ego: fue incapaz de decir no. Así, por ejemplo, no le bastó componer el tema de los créditos de El crucero del amor sino que aparecía cada tanto arriba del barco. Su cumbre pop fue aparecer y componer el tema central de la primera película de los Muppets, que le valió una nominación al Oscar.

Antes que MTV y décadas antes de los realities, Paul Williams captó que al final la TV es el medio que más penetra y altera las mentes y se graba en los discos duros. Quiso ser un actor serio pero no podía evitar roles innobles, quiso ser rockero, pero terminó acercándose más al pop liviano.

Hoy Williams canta. No tiene aviones privados. Se va de gira y hace lo que quiere. Está vivo. Y lo quieren. ¿Para qué se necesita de millones si hay algunos miles? O, en el caso de él, de un fan como Stephen Kessler que le da el crédito y la dignidad y la altura que se merece. Paul Williams. Grande.

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