Por Andrew Chernin Octubre 29, 2010

La diferencia está en las distancias y en cómo fue que no la descubrimos antes. Porque Lucy Cominetti lo tenía todo: el fenotipo pálido y huesudo con arrebatos de niñita punketa que aprendimos a querer en Katy Perry, y la chasquilla cabrona sobre ojos innecesariamente verdes, que la convierte en la prima lejana, y santiaguina, de Summer Finn interpretada por Zooey Deschanel en "(500) días con ella". Pero Lucy está y estuvo siempre aquí, y quizás esa sea la gran diferencia: porque para encontrarla no había que comprar un pasaje de mil dólares, ni esperar 16 horas sentado en un avión. Lucy estaba aquí y eso es lo que jode. Porque en algún minuto, antes de que la cámaras, las premiérs, y las rondas de prensa la encontraran, toparse con ella tiene que haber sido algo posible. El ejercicio es demente, pero imaginémosla como una guapa más con ese look indie -que las chicas que se dicen alternativas heredaron cuando se aburrieron de imitar a Amélie-, y que, por ejemplo, te la podrías haber topado caminando por Providencia o sentada en un bar demasiado universitario de Las Condes, abrazada sin pudores con un tipo disfrazado de pitillos y chaqueta motoquera. El problema es que eso ya pasó. Que llegamos tarde y eso, básicamente, significa haberla descubierto junto al resto: cuando Pablo Cerda ("Velódromo") y Ariel Levy ("Qué pena tu vida") ya la besaron para la pantalla. Porque si sucede lo que tiene que suceder, si le dan su protagónico y llega el día en que incluso las abuelas sepan su nombre, Lucy Cominetti comenzará a vivir en ese extraño planeta que es la fama, y las multitiendas auspiciarán su escote. Cuando eso suceda, nosotros, sus viudos, recordaremos este momento infantilmente sin reconocer que, quizás, su suerte siempre estuvo echada. Y que, en realidad, Lucy nunca estuvo con nosotros.

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