Por Alberto Fuguet* Enero 16, 2010

Para muchos viajeros el Amazonas está asociado a pirañas, visitadoras, sudor, erotismo desenfrenado, colores fosforescentes y música electrónica. Todo esto hay en Iquitos, esa agitada y ardiente ciudad-isla perdida en la selva llena de mototaxis. Pero hay otro mundo también. Uno más Graham Greene, más calmado y sereno y -curiosamente- fresco. Uno llega a Iquitos con la imagen de un barco incrustado en un cerro, pero la demencia de Fitzcarraldo tiene más que ver con el tráfico de la calle homónima. La aventura que ofrecen los barcos de El Delfín no está asociada a la locura de Herzog sino a la paz de no hacer nada y hacerlo bien. Aquí el barco es el paraíso, el viaje una aventura que no tiene realmente destino y la megalomanía está en el paisaje y en la luz del atardecer. Ambos Delfines se internan en algo así como el corazón de las tinieblas, pero también de la luz por los inmensos afluentes del Amazonas que surcan una de las reservas naturales más grandes del mundo. Los cruceros de El Delfín están pensados en pasajeros que no asocian navegar con la moral all inclusive, con piscinas y alcohol bajo el sol. En estos cruceros, entre literarios y ecológicos, entre zen y desenchufados, cuando uno decide nadar, lo hace en una inmensa laguna tibia rodeado de delfines rosados. Los barcos de El Delfín son verdaderos hoteles de lujo, donde éste se entiende como un tipo de comodidad que no ostenta ni marea. Donde menos es claramente más. Aquí se come fusión amazónica que siempre sorprende. Las cabinas no tienen televisor porque los ventanales que dan directo a la selva son el mejor plasma inventado. El lujo que es poder internarse por la Amazonía y olvidarse de todo. Aquí el contacto es con la naturaleza más alucinante, o con el libro que quieras, o simplemente contigo mismo. Son cinco días hacia ninguna parte, hacia un mundo donde la banda sonora son miles de pájaros, donde la noche tiene estrellas, donde el alba es a las cinco de la mañana y el sueño llega antes de las diez. En la terraza del tercer piso, que es donde la vida social del barco tiene lugar, corre siempre una brisa que acaricia. Navegar a cierta velocidad por el medio de ríos enormes refresca no sólo la mente sino la piel. Se suda, pero se también se expulsa el pasado. Ésta es una experiencia supuestamente divertida que sí dan ganas de repetir.

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