Por Álvaro Bisama Enero 9, 2010

En sus mejores crónicas sobre la ciudad (o sobre cualquier cosa, la verdad) Roberto Merino (1961) deforma lo que mira hasta volverlo irreconocible. Así, los objetos expuestos -calles, libros, la propia experiencia- ponen en entredicho su lugar en el mundo para ofrecer un costado inédito de sí mismos. A veces fantasmales, a veces ridículos, esos espacios y momentos casi siempre se nos hacen inevitables. En Melancolía artificial, su segundo libro de poemas, que data de 1997 pero que ahora es reeditado por Ediciones UDP, aquel ejercicio vuelve sobre los paisajes de la infancia.

Así, en un paisaje literario deformado por la velocidad y el efectismo, Merino es nuestro poeta de la lentitud, el autor de una obra cuya calma glacial apenas encubre las tormentas interiores de la desesperación, el deseo y la soledad, haciendo de ellas movimientos casi imperceptibles en cámara lenta pero inexorable hasta desfigurarlo todo: "donde hubo fuego, queda la realidad", dice uno de los mejores poemas del libro. Lleno de balnearios pasados de moda y departamentos vacíos del centro,  Melancolía artificial teje las filigranas deshechas o los escombros de una calle (o una ciudad, o una conciencia) donde "no hay misterio en los desnudos focos/que naufragando se orientan al regreso" pues "compartimos un rostro atrabiliario/en distintos espejos y distantes/ los finales nos tañen separados. /Para que vivas quemo este poema".

*Escritor, autor de Música Marciana.

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