Por Álvaro Bisama Noviembre 7, 2009

Pocas obras recientes pueden sostener la lúgubre calma de los viejos cómics de Yoshihiro Tatsumi (1935), que sin estridencia recuerdan los cuentos más terribles o perversos de Junichiro Tanizaki. Por lo mismo, nada más inevitable que la lectura de la reciente A drifting life, la peculiar autobiografía dibujada del autor, que cubre sus primeros años como dibujante en la posguerra, aquellos en los que creó el concepto de "gekiga": historieta adulta que señalaba -tanto gráfica como temáticamente- la posibilidad de un arte maduro y comprometido. Pero ojo, A drifting life no es "gekiga" puro sino una autobiografía de 900 páginas donde se narra detalladamente cómo un joven (el mismo Tatsumi o una versión suya, acaso más inocente) aprende a dibujar historietas. En medio, transcurren la resaca de la guerra y los fotogramas de la vida cotidiana japonesa, aquellos espacios íntimos agobiados por la pobreza, el racionamiento y la presencia norteamericana. Tatsumi dibuja todo esto sin apuro; su viaje por la memoria es casi siempre privado: los problemas conceptuales de la narración en imágenes, la intimidad de la familia, la oficina de una editorial, habitaciones hacinadas de todo tipo, un sitio baldío lleno de luciérnagas. Por lo mismo, los mejores -o los más amenazantes o significativos- momentos del libro de Tatsumi son opacos y casi invisibles, donde planean la sombra omnipresente y modélica del maestro Osamu Tezuka, el cine como epifanía, el descubrimiento candoroso del héroe de los abismos que puede encerrar tanto el sexo como la página en blanco. Por supuesto, nada mejor que ese candor. Mal que mal, en un mundo donde casi todo es el déjà vu de otra cosa, vale la pena contemplar el proceso del mismo Tatsumi, empecinado en inventarse un arte nuevo: el de la viñeta como despeñadero, el del futuro como una infinidad de historias esperando ser dibujadas o contadas.

* Escritor, autor de Música marciana.

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