Por Verónica Marinao Agosto 29, 2009

Esta obra no es apta para la izquierda ultrona. Independiente de las intenciones de sus creadores, la adaptación teatral de Jamás el fuego nunca, de Diamela Eltit, remueve el tema de las responsabilidades íntimas en la derrota del sueño socialista, más allá del golpe militar. Son dos ex revolucionarios (Millaray Lobos y Rodrigo Pérez) acabados, sin esperanza, atrapados no sólo en la metafórica estrechez de una pieza en que la clandestinidad los obliga a vivir (o penar, quizás), sino en la rigidez de una estructura ideológica y de un disciplinado lenguaje. Un inquietante vestido rojo en miniatura cuelga en una vitrina de vidrio al medio del escenario. La mujer quiere tenerlo, pero una revolucionaria no puede darse esos gustos. Tampoco bailar, pintarse los labios... Son seres sin erotismo ni humor. No es sólo el golpe militar lo que los tiene insomnes, sino también la desazón interna, lo que quisieran reescribir y no pueden. Es un árido y devastador relato sobre cómo una utopía vencida por la fuerza puede castrar emocionalmente hasta la anulación a sus protagonistas.

Sobrio y cerebralmente dirigido por Alfredo Castro, el montaje -con una música que potencia la claustrofobia- obliga a hacerse preguntas acerca de las varias y ambiguas versiones de la historia que se narra, y también sobre la fragilidad. La presencia del director a un costado del escenario reafirma la idea de que esto es teatro, puro teatro. O sea, también una utopía a fin de cuentas.

Hasta octubre en el Teatro La Memoria.

Relacionados