Por Catalina Saavedra Agosto 5, 2009

"¿Te daría lata hacer de nana otra vez?", me preguntó Sebastián Silva. Ya habíamos trabajado juntos en La vida me mata y en mi interior sabía que yo iba a aceptar cualquier propuesta que me hiciera. En febrero del 2008 comenzamos el rodaje en la casa de los papás de Sebastián. Me gustó filmar las escenas grupales: en una comida o una celebración, hay libertad para improvisar.

Lo más difícil fue desnudarme. Sufro porque no tengo cuerpo de modelo. Finalmente, me entregué. Recordé una vez que fui a una playa nudista en Miami, donde vi cuerpos peores que el mío. Entonces dije: "Qué me importa, si al final somos un puro pedazo de carne". Además, tuve una escena de casi sexo. Sebastián me dio la opción de proponer a mi contrincante. Elegí a Luis Dubó.

Fue un buen ejercicio haber hecho antes papeles de nana. Mi favorita es Josefina, la nana que he estado interpretando en Los Venegas. En el caso de esta película, tenía un referente claro: a Sebastián lo inspiró una nana que trabajó con él. Una vez la vi. Llegué y estaba tomando té con su novio. La acompañé un rato.

En Sundance vi por primera vez la película. Los gringos nos preguntaban "¿qué hacen en tu país cuando las nanas se ponen viejas?". Y Sebastián respondía: "Las matamos". Yo no tengo nana. Tengo una niña que va los sábados a ayudarme. Se llama Esther. La palabra nana habla de un paternalismo muy grande y de prejuicio. Pienso que hay muchos tipos de nana: la de clase media, la que va una vez por semana, la vecina pobre que ayuda, la que sólo cuida niños... La de esta película refleja nuestra sociedad injusta: la familia tiene una casa gigante, pero ella sólo tiene derecho a dormir en una pieza de 2x2. Me parece feroz.

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