Por Gonzalo Torné Julio 8, 2015

© Paloma Valdivia

Alfred se dejó caer en el sofá mientras Harry improvisaba en el piano un tema de Carter. Aquella misma tarde, en una hora que años después todavía serían capaces de recordar con precisión, decidieron que el momento de Eliot había pasado, y juraron a favor de Wallace Stevens, cuyos poemas les levantaba los pies del suelo y los volvía locos de alegría. Después salieron a celebrarlo. Cenaron en Fiorello y al regresar a Riverside, con varias copas de más, se recitaron las estrofas más elegantes de sus poemas y las elogiaron con la desmesura de una sinceridad inflamada por el deseo. Se les hizo de madrugada bebiendo vino blanco helado, brindando por las ideas que llegan demasiado pronto, también por las que llegan demasiado tarde, y se sintieron tan brillantes que le parecía imposible comprender cómo podía el mundo prescindir un día de ellos.

Hablaron, mecidos por el alcohol de los mundos perdidos, de los planetas muertos, de las galaxias huérfanas de la conciencia, de la extensión imposible del espacio, de la brevedad insufrible del tiempo, de su futuro como escritores, ejemplares como estrellas. Harry estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, admirando las bellas y viriles facciones del príncipe que se adormecía y despertaba medio tirado en el sofá. Se hizo de día sin saber muy bien si habían dormido o se habían desvelado y pasaron a buscar a las Rosembloom, y decidieron de manera tácita prescindir de la compañía de Kevin.

Pasados unos meses Harry no recordaba ni uno de los detalles de aquel día, pese a que consideraba con una certidumbre ciega que había sido una jornada decisiva para los cuatro. Fueron a Coney Island, pero no se bañaron, porque la mañana era fría aunque espléndida y pasearon muy al borde de una playa que invitaba a besarse, a sonreír, a vivir siempre, siempre, qué hermosa palabra, tan sencilla, siempre, tan inofensiva.

Clair y Jean se descalzaron y se pusieron a corretear por la orilla, como si se burlasen de sus amigos varones, pero también como una prueba inquebrantable de su amor, y cuando la luz y el aire y el frescor se combinaban así parecía como si las dos hermanas pudiesen atravesar a la carrera todos los matices de la emoción humana, la gama completa de los sentimientos para terminar refugiándose en una alegre fatiga, todavía alerta, anhelante, curiosa, de lo que fuese a venir, justo el tono de ánimo que más les favorecía; como si se hubiesen desarrollado justo para alegrar los ojos que las contemplaban tras las lentes oscuras, las de Harry y las que Harry le había regalado al príncipe.

Comieron en un precioso restaurante al que llegaba el olor a gamba roja, aunque ellos pidieron un menú casi infantil, de hamburguesa y boniatos fritos, como justificación para seguir bebiendo aquel vino blanco y frío que a los chicos les parecía la sangre de la vida y a las chicas las embriagaba de manera que de ser sinceras (¿pero quién lo es, quién puede permitírselo?) hubieran reconocido que las incitaba a desnudarse, de manera inocente, como niñas, y no tan inocente, como mujeres, porque si hay sexo en la amistad, que mejor sitio para practicarlo que bajo este cielo medio cálido, sin contornos, con las risas sonando como campanas en el aire.

Volvieron andando sobre la arena entregados a un juego, el de la coquetería, el de las tonterías generosas, que no por repetido dejaba de ser interesante. Y fue Harry quien paró un taxi y quien con el dinero de los Osborn pagó una carrera a través de Brooklyn mientras el cielo se desangraba, y las Rosenbloom descansaron las cabezas llenas de ideas y sueños tibios y emocionantes en los hombros del príncipe, y atravesaron el puente, y las luces suspendidas en la barandilla, y las aguas casi negras del río, en dirección a los perfiles vibrantes de los rascacielos, de sus cientos de pequeñas ventanas encendidas como ojos azulados o amarillos, de la dramática Manhattan, entre cuyas múltiples arterias la mente de Harry ya había decidido dónde era mejor cenar y tomarse una, otra, tantas, copas; acompañado por el amigo más inteligente, con el que siempre había soñado, y de las dos chicas más bonitas del mundo. “Gira, gira, mediodía, gira si tienes que girar, pero sé cauto, sé delicado, no borres enseguida, no borres todavía este mediodía, la madurez insolente de nuestra amistad”. 

Entraron en el local, elegante y snob, muy al gusto de Harry, iluminado con luz de velas y enormes almohadas en el suelo, y fue Jean, la discreta Jean, la que les hizo esta fotografía debajo de la lámpara que iluminaba el humo del tabaco omnipresente para ennoblecerlo en una seductora neblina luminosa. El fino perfil de Clair fingiendo sorpresa y ese pecho tan lleno que sugería que podías alimentarte del resto de jugos del mundo a través de su pezón; Harry con su sereno rostro de luna en cuarto creciente, con aquella nariz troyana y la frente alta y despejada, conteniendo su risa aniñada mientras sostenía el vaso con su estilo, femenino y viril, inconfundible; y al fondo, con su corbata oscura y la americana desteñida de siempre, de todas las veces, Alfred, mi tío abuelo, que sonríe en la oscuridad, con esos ojos azules, vivos, melancólicos, grandes y fríos, como si ya los hubiese visto morir a todos. 

Pasaron unas cuantas horas allí, riendo de lo que decían, y bebiendo, y riendo de lo que eran y soñaban que iban a ser mientras bebían. Salieron con las últimas copas en la mano a la calle (y cómo brillaba la rodaja de lima en el vaso de Jean, y cómo se desplazaba aquel trasero dulcemente ebrio sobre los tacones) y antes de que se arrancasen a cantar un Harry movido por la piedad le pidió al nuevo taxista que condujesen hasta el norte de la isla; empezaba a amanecer y el cielo abría despacio un ojo dorado, intenso, de amanecer.

Buscaron un olmo del que Harry sabía una historia que nadie escuchó y las Rosembloom se sentaron en el suelo y encendieron unos puritos cortos a los que se habían aficionado en Riverside, y fumaron sin tragarse el humo mientras las últimas estrellas brillaban en el cielo antes de desvanecerse, antes de la renovación nocturna, y todo el suelo olía a hierba y a margaritas. Harry les prometió que aquellas estrellas ahora evanescentes eran metáforas del fuego primordial, del primer estallido de la materia, de cuyo impulso e inercia todavía vivían; y Alfred dijo que eran apenas la perspectiva humana de los hornos celestes que ardían en las profundidades inconcebibles del espacio oscuro y muerto, del que apenas sabemos nada, del que nadie sabrá nunca apenas nada por muchas vueltas que dé el planeta, y por muchas generaciones que broten y se sequen sobre su superficie, y Jean rió, y Clair le preguntó al príncipe por qué, por qué había venido de tan lejos, desde Barcelona, para enraizarse en América, en la amplia y estúpida América, sin casa ni mujer ni perro.

Y Alfred le respondió que algunas ideas se desarrollan solas en las sustancia de la mente de la que como del cosmos tampoco nadie sabe demasiado (estaba tan bebido, de alcohol y de emoción agradecida, tanto) y que ellas toman las decisiones por nosotros y nos dejan allí dentro encerrados en sus consecuencias, indeliberadas, sin excesivo cálculo. Añadió también que había deseado verse aislado y solo, y descubrir si se gustaba así. Y Jean le recordó que no estaba solo, y Alfred les respondió a las dos que desde hacía unas semanas experimentaba la tensión entre un hogar cada vez más lejano y un extranjero cada vez más próximo.

Escuchó la risa de Clair girando medio alucinada sobre la hierba y también vio la cabeza dulce de Jean apoyándose de nuevo en el hombro de Osborn mientras la claridad absorbía y borraba una por una todas las estrellas. Jean le preguntó al príncipe si pensaba que aquella noche tal y como la atravesaban y la estaban experimentando estaba protegida de alguna forma. Alfred no la entendió y Jean no quiso o no supo precisar lo mismo que había pensado Harry: si no habría manera de conservar no tanto aquella noche, qué les importaba su suerte concreta si quedaban todavía tantas a la vuelta de la semana, si no más bien lo que eran los unos para los otros, en aquel momento concreto. Todo aquel cariño, la confianza, todo el amor (¿qué otra palabra podían usar?) que circulaba entre ellos, si había alguna manera de impedir que todo esto se echase a perder.

Regresaron en taxi, atravesaron las moles de Manhattan en dirección a Stuyvesaint en silencio. Harry junto al conductor, responsable como nunca, las hermanas dormidas, una cabeza contra la otra, y Alfred mirando cómo brillaba la isla de Roosvelt, que desde allí parecía una estación espacial, abandonada sin que ninguna mano hubiese reparado en apagar, una masa de tibia electricidad.

Avanzaban en silencio pero ni el príncipe ni Harry, que en cierto sentido llevaban dos noches sin dormir, necesitaban mirarse para saber que aquel trayecto era como decir adiós, un adiós en la mirada, sin llorar, sin gritar, y que en un mundo sin cielo futuro, todas las pausas serían como un final, más profundos que una partida, eran como un adiós, como decir adiós, adiós y adiós, sin mover las manos, que bastaba con estarse quieto, sin ni siquiera saludar con los ojos, que bastaba con estar allí, mirando el espacio, para despedirse, para decir adiós.

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