Por Gabriela Alemán Julio 1, 2015

Ya había pasado de divertido. Cuando el doctor se me sentó encima para tener un mejor ángulo y más espacio para manipular la muela, mis nervios me ganaron y reí o, por lo menos, lo intenté. Pero tres inyecciones  y una muela partida después, no daba ni para eso y, aunque hubiera querido, no habría podido: ya no controlaba los músculos de mi cara. Debía tener una de esas expresiones laxas, como las que uno ve en los retratos de enfermos mentales dopados de acá a Marte o la que precede al mono del caballo. Dios, imaginar esas caras fue invocar el recuerdo de esa tarde, como si fueran una sola cosa.

El dentista debió colocar algo más que anestesia en la última jeringuilla porque no era yo recordado sino yo siendo yo más comentario. Algo así como la cuarta dimensión. Después de ese encuentro me fijé en cada junkie que crucé, los que aún tenían la jeringa clavada en el brazo, la ingle o la vena del pie y los que ya se la habían sacado, listos para colocarse otra vez. Identifiqué transiciones reconocibles: apenas chutados era el éxtasis, una podría imaginar que existía el cielo y seguían trepando, atrás de un penthouse inalcanzable; luego había un período intermedio en el que se estiraban sobre un sofá mullido en la sala del piso veinte, cuando los músculos cedían, cuando no había control y sí bastante paz y luego ya, dependiendo de cada quién, la carrera hacia el mono.

Todo eso lo supe luego,  cuando lo conocí y se acercó y se sentó en la banca donde leía los periódicos, solo vi paz o algo parecido al afterglow del sexo. Se deslizaba, tanto que después de verlo a mis espaldas ya lo tenía sentado a mi costado. Terminó de confundirme cuando abrió la boca.

Era como el trino de golondrinas atrás de una voz segura. Firme y segura. Todo lo contrario de la voz del dentista, que salía mezclada con aliento a col hervida. Me recordé a mí misma de diecinueve años leyendo cuatro periódicos un atardecer de domingo en la Plaza España. Leyendo y pensando que el destino se equivocaba. Esa que era, humilla mi recuerdo de esta que soy. Creía todo, no dudaba de una sola palabra salida de la boca de un extraño, menos de ese con esa voz y que se me acercaba sin importarle la conga de espinillas que subía y bajaba por mis mejillas. El recuerdo no debió volar  en línea recta con mi imagen adolescente sino que debió seguir el trayecto de una mosca con una sola ala: con picos y bajos y alguna falla precipitando un choque: si me quedé mirándolo y escuchándolo fue porque no me podía mover. Porque había logrado paralizarme. 

Era algo así como mediados de febrero de 1991 y llevaba más de ocho meses en Madrid. No conocía a nadie, ni si quiera a mí misma. Caminaba mucho y observaba a los que se entregaban a sus deseos y, también, a los que solo cumplían con satisfacer sus necesidades. Leía mucho y sabía la diferencia entre una cosa y otra pero aún así la distinción se me escapaba. Era como aire: invisible. Si había algún plan, éste involucraba tirar una sábana sobre esos deseos y necesidades para  ver qué formas tomaban pero entre la Guerra del Golfo, las predicciones de la llegada del Fin del Mundo, el hecho de que no conocía a nadie y que ocupaba mi tiempo en huir de la gente, era casi estrafalario pensar que lo podría lograr.

De lunes a viernes iba a una oficina: tipiaba lo que me pedían, recortaba noticias y las pegaba en hojas que luego archivaba y no hablaba con nadie salvo con el mesero de la cafetería de abajo para pedirle café a la media mañana y a la media tarde. El fin de semana era eterno pero había descubierto a la prensa española. Todos los domingo pasaba al quiosco de la esquina, compraba cuatro diarios que debían pesar algo más de tres kilos, pedía una orden de churros con café con leche en el bar de al lado de ese mismo quiosco y, luego, seguía camino a Plaza España.

Atrás del Quijote, lejos de la Gran Vía, había un pequeño rectángulo de tierra cercado por siete bancas de madera en cuyo centro había un pequeño estanque a donde solía llegar cerca de las diez de la mañana; para las cinco de la tarde había logrado leer los cuatro suplementos culturales de los periódicos que había comprado. Luego hacía el recorrido inverso, entraba al mismo bar, pedía un bocata de tortilla española y luego leía, en mi departamento, el resto de los diarios hasta la medianoche. 

Fue durante uno de esos domingos intercambiables, cerca de las tres y media de la tarde, cuando apareció el hombre detrás de mí. Ni si quiera me había dado cuenta que se acercaba porque seguía el recorrido hipnótico de unas bolsas vacías que, impulsadas por un torbellino creado entre dos corrientes de aire, provocaban un baile de una belleza inesperada. El hombre iba sin camisa, un chaleco de cuero negro que no llegaba a su ombligo apenas le cubría las tetillas, calzaba unas botas de cuero marrón con punta de plata y un pantalón negro. El pelo, que le escaseaba en la corona, bajaba hasta sus hombros.

Sus movimientos eran los de alguien que no estaba allí, como si otra persona lo estuviera impulsando a control remoto. Era febrero y hacía frío, quizá dos grados centígrados, a lo que habría que sumarle el viento furioso que bajaba de la Sierra. Yo llevaba dos sacos encima, un abrigo, guantes y un gorro de lana. Parecía un zepelín. Apenas me podía mover. No había nadie alrededor, hasta los pocos dueños de mascotas habían desistido de aventurarse a esa zona de vientos cruzados.

Sin darme cuenta, ya lo tenía sentado a mi lado, con el montículo de periódicos sobre su falda. Su antebrazo tenía tatuado una calavera con cuernos de carnero y unas palabras en latín, los colores que predominaban eran el negro y el verde. No recuerdo ahora su rostro pero recuerdo con claridad el conjunto. Parecía que su piel sangrara, como si hubiera sido un campo de amapolas rojas, pero su cuerpo estaba laxo, como si ese mismo campo se encontrara sobre una pendiente, recibiendo el sol de media tarde. Recuerdo que, cuando se dio vuelta, buscó mis ojos y yo giré y miré al horizonte. El horizonte 

se veía interrumpido por el edificio de enfrente.

–Tía…–comenzó.

Desde esa primera palabra me tuvo.

–… necesito que me ayudes.

No era una súplica, despojado del sentido, el tono equivalía a que un vecino de mesa pidiera que le pasaran la sal en un restaurante. Se fue acercando y tomó mi mano. Yo no me moví, tampoco lo miré, no me confiaba porque no tenía una sábana a mano y eso mismo podría tener la forma del deseo. Me quedé quieta para que no se perdiera. Él comenzó a mover sus dedos como pájaros y, de pronto, ya estaban en mi hombro. Lo siguiente que dijo fue casi un susurro en mi oído. 

–Quiero que vengas a mi casa, quiero que me ates.

Todo fue tan ligero y no esperó que le respondiera.

–Porque tía, si no lo haces –tenía su mano bajo mi blusa, no sé cómo había abierto mi abrigo, ni cómo había remontado los dos sacos, pero ya varios dedos apretaban la aureola de mi pezón− me voy a chutar y, si no vienes, me meto las tres bolsas que tengo en casa y no me vuelvo a levantar.

Si una cámara hubiera captado mi expresión. Siguió hablando pero ya no recuerdo sus palabras exactas.  Me dijo que me tendría que sentar sobre él en su cama –para entonces su mano estaba cerca del cierre de mi pantalón−, que las cuerdas no soportarían su mono, que por más que me rogara no lo podría soltar. Y, entonces, abrí los ojos y una luz bañó mi rostro, cuando la quise apartar me di cuenta que tenía las manos atadas con una soga. Debí desmayarme. Me levanté con una cachetada y la halitosis del dentista penetrando hasta mis orejas.

−No me dijo que tenía problemas cardíacos –me gritó.

Aparté el rostro con cara de asco.

−¿Qué tiene? –siguió.

Me podía estar muriendo pero no iba a reconocer su mal aliento mezclado con mi recuerdo.

−Nunca he tenido problemas cardíacos –le dije con extrema calma, mi boca apenas formando palabras, mis músculos todavía entorpecidos.

Extendió un vaso de agua en mi dirección. Mientras bebía seguí mirando al hombre del tatuaje pero cuando el dentista volvió con la raíz ensangrentada de mi muela en la punta de un alicate, el recuerdo del hombre comenzó a caerse como un cartel abatido por el viento. Como el pasado.

−Estamos por terminar –dijo.

Me acomodé en el asiento, recordé que luego me mostró el tatuaje del 666 en el punto de su nuca donde aún había pelo y que me pareció un truco de utilería barata y que ya no me importó su voz, ni lo que imaginaba que me prometía y que me alegré de no tener la sábana a mano porque seguro habría caído al piso. Pero el recuerdo otra vez quiso llegar directo y no circunvalar junto al vuelo de la mosca con una sola ala porque, a pesar de todo eso, yo no me paré y me fui. Recuerdo que dejamos los periódicos sobre la banca y que yo lo seguí en una procesión de dos por las callejuelas que conectaban la Gran Vía con Malasaña. Subimos por Ballesta, torcimos en la calle del Pez, continuamos por Minas y cerca de Espíritu Santo lo perdí. Miento, fue antes de eso. Habíamos pasado por un restaurante cualquiera, uno de esos que proliferaban en el barrio, apenas tres mesas estaban ocupadas pero, al pasar, alcancé a ver una pequeña losa de cerámica sobre uno de los tableros. Hasta la calle llegaba el aroma del pimentón dulce mezclado con hojas de laurel. Fueron segundos, cuando acerqué mi rostro a la ventana y vi el pulpo, las patatas cubiertas con escamas de sal y cebolla, y mi paso decayó mientras él suyo siguió firme. 

−Terminamos–dijo, mientras se quitaba los guantes de látex−, solo coma cosas frías. Nada de guisos y sopas.

Comenzó a quitarme el babero de papel. Quería preguntarle algo y no sabía qué, quería terminar de recordar, dejar que la mosca aterrizara. Y se acercó hasta mi oreja porque la grapa se había enganchado y su respiración bajó por mi cuello. 

La mosca voló lejos, aún con su única ala.

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