Por Marcelo Simonetti Junio 10, 2015

© Paloma Valdivia

No es la forma en que nos miran. Ni siquiera las risas o los comentarios bajo cuerda que hacen a nuestro paso. Marta dice que hay que agradecer que lo hagan, pues de otro modo nadie pagaría ni un solo peso por vernos. Ella es puro pragmatismo. A Emiliano tampoco le molesta, aunque más de una vez hayamos tenido que sujetarlo para que no termine yéndose a las manos con el chistoso de turno, ese que nunca falta en los pueblos, tampoco en las ciudades. Para ser honestos, diría que todos disfrutamos ese momento, el del encuentro inicial, cuando bajamos del bus y echamos a andar, maletas en mano, entre el terminal y la residencial que esté dispuesta a recibirnos. Somos como Atila entrando a la Galia. Nosotros no hemos arrasado con pueblo alguno ni cargamos muertos en nuestras espaldas, aun así los ojos que nos escrutan no pueden ocultar esa sensación mezcla de espanto y asombro que los gobierna cuando nos ven por primera vez. Lejos de intimidarnos, aquello nos hace fuertes. Sabemos quiénes somos, nos hemos mirado tantas veces al espejo esperando que éste nos devuelva una imagen nueva, distinta, como la de los otros, aunque hace mucho que renunciamos a eso. Javier es una excepción, claro: nació con las cuencas vacías, sin ojos -aun así, nadie lo supera en el manejo de los cuchillos-. También Laura, quien cuando llega la primavera -porque siempre es cuando llega la primavera, no antes ni después- se rasura la cara y por una mañana tiene la ilusión de que nada ha sido lo que era. Entonces, echa a correr, sin importar donde esté, y nosotros salimos tras ella, para evitar que huya, para que se calme, para contenerla.

Somos una verdadera familia, mejor que las otras, mejor que cualquiera de las que hayamos tenido. Una familia condenada a vivir en la otredad.

Por lo mismo, todos nos sorprendimos cuando ella apareció. No tanto porque hubiera robado la atención de Juan, sino por el hecho de que prácticamente nos miraba como si ella fuera una más de los nuestros. Y aunque nadie nunca lo ha verbalizado, todos en algún momento nos preguntamos ¿dónde habrá aprendido a mirar así?

Una tarde llegó con un vestido floreado, dos trenzas que le bajaban hasta más allá de los hombros, el pelo negro. A la distancia, tuvimos la impresión de que ella había sido quien lo buscaba, quien había apurado las circunstancias para que el encuentro se produjera. Era tan frágil que parecía inofensiva. Verla al lado de Juan era lo mismo que contemplar una escena donde un elefante escucha a una flor.

Volvimos a verla en la función del sábado, sentada en las primeras filas, y también en la función del domingo, aplaudiendo emocionada casi hasta las lágrimas. Si aquello nos sorprendió, cuando la vimos aparecer con un canasto lleno de frutas, quesos y pan no supimos qué hacer; nadie nunca nos regala algo. No hubo necesidad de presentaciones. Ese día se quedó a tomar el té. Hablamos poco. Dijo un par de cosas, el silencio la incomodaba. El pan estaba bueno pero preferimos callar. Luego de un rato, se despidió. Juan se levantó y la acompañó hasta la parada de buses.

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Tratamos de no hablar de ella. Además, cómo hacerlo si no la conocemos, si es tan diferente a nosotros. ¿Qué podrían tener en común un violín con un mendrugo de pan?, ¿por qué se interesaría en una luciérnaga una pandilla de gatos menesterosos? Y sin embargo, cuando cae la noche, es inevitable que ella aparezca en nuestros pensamientos. ¿Qué busca?, ¿qué pretende?, ¿por qué hace lo que hace?

Cuando asiste a algunas de las funciones, Marta suele referir algún detalle de su vestido, del colorido de sus zapatos, del delicado trazo de sus rasgos. Cuando no, es Laura quien la saca a colación para relatar lo que hizo y no hizo, si compró palomitas de maíz o si comió más de una manzana confitada durante el espectáculo.

Juan no habla de ella y, ante eso, nosotros evitamos mencionarla delante de él. Recién cuando se levanta de la mesa o ha salido por ahí a hacer algunas compras, nos sentimos liberados para poder nombrarla, para poder deslizar algún comentario que la aluda.
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El otro día no llegó. Fue un viernes. Afuera llovía. Es extraño pero la función tuvo un sabor distinto, como un plato sin sal ni aderezos.
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Hay tardes en que ella pasa a buscar a Juan y se van a caminar por la ciudad. Resulta extraño verlos: ella tan delicada; él tan grande y torpe. Transitan por calles abandonadas, por los arrabales, nunca por las avenidas principales, ¿acaso busca así protegerlo de las burlas de los demás? A veces se detienen en una plaza mal iluminada y se sientan en una banca cuando ya ha caído la noche.

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Cada uno de nosotros entiende que ella ha cruzado una frontera que nadie antes se había atrevido a cruzar, que se ha acercado sin miradas réprobas, sin miedo, sin desprecio. Todos lo sabemos, pero nadie se atreve a hablar de esto. Y aunque ría como nosotros, aunque mire como nosotros, aunque comience a sentir como nosotros, sabemos que en un momento del día ella cruza el umbral para volver a su mundo, y vive la vida de los otros, y ríe con la risa de los otros, y mira con los ojos de los otros, y siente como deben sentir los otros.

A veces nos quedamos observándola. Sin que lo advierta, la seguimos como el tigre a su presa esperando que dé un paso en falso, que una mirada la traicione, que una palabra la deje al descubierto, que una mueca revele sus verdaderas intenciones. Así, hasta que la tarde cae, y ella se aleja.
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Todos y cada uno de nosotros sabemos cómo reaccionar ante la burla y la discriminación; para lo único que no estamos preparados es para que alguien que viene del otro mundo nos quiera.

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Cuando Marta nos contó que los había visto besarse, nos miramos inquietos. Primero fue la duda. Quizá no fue un beso, Marta. Tal vez no eran ellos, Marta. ¿No te lo habrás imaginado, Marta? Pero ella estaba segura de lo que había visto. Entonces, le restamos importancia. Después de todo, ya había ocurrido antes, cuando Juan era más joven. Las mujeres lo perseguían, seducidas por esa inocencia que habitaba en ese cuerpo tan particular. Pero esos romances habían durado lo que un suspiro. Esto debía ser más de lo mismo, dijimos. Pero sabíamos que no era así.
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Hubo otros besos que no vimos, caricias que pudimos imaginar, palabras que se susurraron en secreto después de alguna función. La tarde en que Juan nos convocó para celebrar el cumpleaños de ella supimos que todo había tomado otra dirección, que ninguna otra mujer lo iba a mirar de la forma en que ella lo miraba, que nadie iba a volver a tomar su mano con la intensidad que ella lo hacía, que quizá ninguno de nosotros llegaría a quererlo tanto como ella.

Apenas se fueron nos miramos en silencio. No hubo necesidad de que mediaran palabras. Cuando nos levantamos ellos debían llevarnos una ventaja de cinco minutos. Salimos en grupo, amparados en la oscuridad de la noche. Sabíamos dónde encontrarlos, sabíamos lo que ella se traía entre manos, sabíamos que no volvería a cruzar el umbral para regresar a su mundo.

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