Por Israel Centeno* Junio 3, 2015

© Paloma Valdivia

Caigo sobre mi cama, de lado, de espaldas, mi hermano viene sobre mí y dice debemos irnos, huir del castigo mientras podamos, vente, debajo de las cobijas, escóndete aquí. Ayer cerraron las escaleras, desde allí con armas largas, y desde la vuelta con armas cortas, emboscaron a un autobús justo cuando doblaba la curva, saltaron dentro y ejecutaron al conductor y a un pasajero. Lo único que puedo ofrecerte es un espacio seguro, una forma, conviértete en voz y habla debajo de la colcha de retazos, de espaldas o de cara a la cama. Arriba rompe un disparo y su fuego es respondido por una metralla; es la guerra, susurramos, avanzan por la calle de abajo, ya es tarde, me afirmo al cuerpo de mi hermano, él insiste, debemos irnos, cruzar los arcos, lanzarnos por los basureros ¿hacia dónde? Me cubro la cabeza, me acurruco, él tiembla, yo tiemblo; ambos temblamos como si ardiéramos de fiebre. Hay movimientos, hombres que caminan por los techos de zinc de las casas vecinas, aprestos de armas y el duro golpe de las botas sobre el pavimento. Estamos rodeados, pienso, debemos irnos, insiste mi hermano, mientras haya tiempo, cruzar el terraplén, alcanzar la cruz, y desde allí bajar por la fila hasta la plaza, debemos hacerlo, ¿y qué haremos en la plaza? pregunto y me quedo sin respuesta. A estas horas mueren personas en la plaza. Dentro de poco se hará de noche, hace dos días que no vemos a Zobeida, ella fue atrapada por el fuego cruzado entre las bandas, llevaba a su hijo en brazos. Calma, llegó a susurrar al niño, no se sabe nada de ella ni del chico. Nadie tiene el valor de buscarla en la atestada morgue ni en los desolados hospitales. Ahora suena el tableteo persistente de un arma larga, han tomado posición en la calle de arriba, dentro de poco cerrarán todas las vías, nos participan otras voces, nos comunicamos como el viento rumoroso, por susurros, parece que han matado a los Georges, al padre y a la madre, pobres voces temblorosas, las nuestras.

Vivimos un crudo invierno de pólvora, los días son cortos y las noches son largas. Es mejor volverse nada, hacerse un tenue y apagado sonido bajo las colchas. Ponte un soroche, le digo a mi hermano, ponte un trapo sobre la cabeza, él ya no insiste en sus ideas desesperadas, se ha quedado quieto, no tiembla, no se abraza a mí; no hay tiempo, creo que he aprendido a escuchar sus pensamientos, el acero corre sobre los rieles, es tirado hacia atrás hasta quedar en posición, listo para percutir; los traqueteos de las armas son secos y exactos, las balas descansan en las recámaras, y si vienen y si avanzan, encontrarán un fiera resistencia, la lucha se hará vecino a vecino, inocente a inocente, a Omar, en otro tiempo cercano, le volaron la pierna con una granada de metralla, y ahora sobre sus muletas se esconde detrás de las puertas o debajo de mis cobijas.

Soy una voz acallada que se cierne sobre mi hermano. La noche será larga y ya habrán comenzado a levantar las alcabalas. El despliegue es avasallante de lado y lado y todo aquel arrebato bélico parece suspenderse bajo un trueno sostenido; ¡allí vienen los aviones! grita alguien, se arma una algazara, se levanta polvo en las calles solitarias, la gente se arrastra, llega a las ventanas; unos asoman la nariz por las rendijas de las puertas entreabiertas, otros se arriesgan a subir a las platabandas, y dos locos se caen a golpes en medio de la nada como si la vida fuese una celebración de bromas y de peleas juveniles; allí vienen los aviones, se esbozan las sonrisas y el tiempo se contiene, hay quien se atreve a saludar a la formación ordenada de cazas rusos que hacen sus maniobras antes del ocaso. No salgo de mis cobijas, mi hermano al fin se ha quedado quieto a mi lado, aprovechamos el encanto para acariciar nuestras caras, él mantiene una convicción perniciosa, sí hay un lugar en la tierra, detrás de los ruinosos muros; nos consolamos el uno al otro, los aviones pasan sobre los techos, giran cerca del cerro, le huyen a la noche, el vuelo rasante del ángel de la muerte. En ese instante Omar y yo nos hacemos la promesa de resistir un día más, deberíamos seguir contando con un poco de suerte, y al amanecer, que siempre llega, cuando se comience a dibujar el paisaje y el sueño haya hecho preso a los más lúcidos centinelas, saldrán nuestras voces, como hálito, saldrán e intentarán ganar la plaza, por la explanada, el basurero, las escaleras y brincaremos el mural que desdibuja el rostro del presidente, sacaremos ventaja al silencio gris de las primeras horas, burlaremos el sitio que nos han impuesto las bandas, y aunque haya ardido la tierra, llevaremos la cobija como un tapado y nos refugiaremos en un valle de basuras y mendigos, en cualquier calle, frente a una panadería, comenzaremos a vagar por los puentes que cruzan el río, junto a otros muchos.

Es 5 de julio y para nosotros hay un lugar debajo de las gradas en Los Próceres, allí donde desfilarán los soldados de la patria.

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