Por Santiago Roncagliolo* Mayo 27, 2015

© Paloma Valdivia

Creo en los fantasmas desde que era niño. Me los presentó la señora Terrón.
La señora Terrón vivía en mi casa desde que yo tenía memoria. Supongo que tenía nombre, pero mi madre la llamaba Señora y nosotros la llamábamos Terrón a sus espaldas, porque parecía polvorienta de puro vieja. Aunque era muy mayor, lo hacía todo con gran energía: limpiaba, cocinaba, cuidaba de mí y mi hermano e incluso, por las noches, nos contaba historias.

No recuerdo que mis padres nos hayan leído nunca cuentos para dormir. Sólo la recuerdo a ella, que nunca leía, sino hablaba de memoria. A veces, narraba los clásicos cuentos de hadas: Cenicienta y esas cosas. Otras veces, escogía leyendas populares peruanas de su tierra, Áncash. Y de vez en cuando, tocaba una historia de terror. Sólo que esas historias no parecían cuentos. Siempre hablaban de gente de verdad:

-¿Se acuerdan de Mariano, el bebé de los vecinos? -anunciaba, por ejemplo.
-¿El que murió de gingivitis? -preguntaba Toño, mi hermano menor.
-Tonto, se dice meningitis -imponía yo.
-No murió de eso -aclaraba la señora Terrón-. Se lo comieron los pishtacos.
-¿Los qué? -preguntaba Toño.
-No se lo comió nadie -desmentía yo-. Cuando lo enterraron, estaba entero. Mamá me lo contó. Lo guardaron en un ataúd pequeñito, como una caja de zapatos, pero Mamá no dijo que le faltaran partes.

La señora Terrón me miraba con infinito desprecio y aclaraba:
-Los pishtacos no se comen todo el cuerpo. Sólo se llevan la grasa y los órganos internos. Poco a poco. Noche a noche. Por eso, el cuerpo se va consumiendo como si estuviera enfermo. Y al morir, se ve normal por fuera. Normal para estar muerto, quiero decir.

En otra ocasión, nuestro gato Tijeras desapareció por los techos del barrio. Para “tranquilizarnos”, la señora nos contó que no nos había abandonado. Sólo había sido robado por una bruja, que quería usarlo para hacer pociones de amor y de muerte.

Las historias de la señora Terrón nos ponían los pelos de punta. Cuando contaba una, nos pasábamos la noche oyendo crujidos y asustándonos por cualquier ruido del exterior. Y sin embargo, ella no las consideraba aterradoras. Según ella, por el contrario, los espantos eran buenos:
-Los fantasmas sólo vuelven para asustar a quienes les hicieron daño en vida -decía-. ¿Ustedes son chicos buenos? ¿Se portan bien?

Mi hermano y yo asentíamos asustados. Y ella se encogía de hombros:
-Entonces no tienen que preocuparse de nada.
-¿Y qué pasó con Mariano, el vecino? Él era un bebé.
-Pero tenía mala entraña. Eso se nota desde chiquitos.

Para ella, esa era una respuesta muy lógica.

Por supuesto, cuando crecí un poco, dejé de creerme sus historias. Una noche, cuando yo tenía ocho años, ella empezó a contar una. Era época de inundaciones por la corriente del Niño. Pero según su relato, eso del Niño era una patraña. Lo que ocurría era que los espíritus estaban enfadados con los peruanos porque eran todos unos borrachos, y como castigo, nos estaban mandando catástrofes naturales. La interrumpí:
-¡Eso no es cierto! Los fantasmas no existen. Me lo han dicho en el colegio.

Ella volvió a poner una de sus miradas llenas de compasión:
-¿Y los microbios existen?
-¡Claro que sí! -defendí con orgulloso racionalismo.
-¿Pero los has visto?
-... Eeeh... No.
-¿Ya ves? No sólo existen las cosas que puedes ver.
-¿Acaso tú has hablado con un fantasma? -intenté argumentar.
-Todas las noches -respondió ella con naturalidad-. Se llama Roberto.

No supe qué responder. Ella siguió con su historia, nos dormimos, y nunca llegué a preguntarle quién era el tal Roberto.

La señora Terrón murió muy poco después de eso, un mes o dos. Vinieron de la funeraria a llevarse el cuerpo. Mi padre estaba en el trabajo y mamá lloraba mucho, así que nadie estaba pendiente de nosotros. Y aprovechamos la ocasión para meternos en el cuarto de la señora.

Nadie había entrado en esa habitación en años, ya que la propia señora Terrón se ocupa de limpiarla, y la dejaba cerrada con llave todo el día. Adentro, encontramos un baúl con un ajuar de novia casi tan viejo como la fallecida, ya amarillo por el tiempo y lleno de polvo. Y fotos de una pareja de jóvenes. La chica era, claro, nuestra señora. Y el chico, un joven militar. El baúl también contenía cartas, que el joven enviaba desde el frente en la guerra con Ecuador de 1941. Y todas llevaban la misma despedida y la misma firma:

“Volveré para casarnos. Te quiero, Roberto”.

Hoy soy un padre de familia que les cuenta cuentos a sus hijos por las noches. Y nunca escojo historias de terror. Mi esposa me mataría si les hablase a los niños de espectros, muertos vivientes o vampiros.

Pero de vez en cuando, al acostarme, me visita la voz de la vieja señora Terrón, con sus viejas historias, y yo le creo. Creo que los fantasmas existen, y que a lo mejor, son buenos.

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