Por Sergio Bizzio* Mayo 13, 2015

© Paloma Valdivia

Salió de la alfombra como un insecto, reptó hasta la silla más cercana y la abrazó. La cabeza, pero más que la cabeza el cuerpo, le latía con fuerza, y por un momento se quedó quieto, arrodillado, temiendo lo peor. Después empezó a incorporarse. Primero esta parte, ahora la otra. Finalmente se dio un empujón y se arrojó a sí mismo sobre la silla. Tranquilo, se dijo. Le llevó una hora recuperarse del todo.

Fue al baño, abrió la canilla de la ducha y se metió en el agua. Salió pensando que era de noche. Eran las diez de la mañana. Tomó una taza de café, se vistió, volvió al baño, se miró al espejo, se pasó un peine por el pelo. Bajó en el ascensor con una chica de diez años que llevaba una mochila al hombro. Ya en la calle dio unos pasos a la izquierda y de golpe frenó y caminó en la dirección contraria hasta un restaurante a una cuadra y media de allí. Ocupó una mesa junto a la ventana. En una mesa enfrente de la suya había una mujer de mediana edad, con la cabeza envuelta en un pañuelo. Está enferma, pensó. Creyó que la mujer lo miraba, pero enseguida se dio cuenta de que miraba por encima de él, a la nada.

Era demasiado temprano para almorzar (en realidad no para almorzar, estaba muerto de hambre, sino para que pudieran servirle un almuerzo), así que pidió un sándwich de queso, que devoró en tres o cuatro o quizá cinco bocados y se fue sin pagar. No lo hizo a propósito y nadie lo detuvo. Caminó de vuelta hasta el edificio donde vivía. Entró a la cochera, se subió al auto y descubrió que no tenía las llaves. No tuvo más remedio que volver al departamento. Encontró las llaves entre dos almohadones, después de buscarlas mucho. Volvió a la cochera, volvió a subir al auto, cerró las puertas con seguro, arrancó el motor y salió del edificio a paso de hombre.   

Manejó siempre muy despacio por una calle desierta y después por una avenida también desierta hasta el Parque Iraola. Allí tomó por una callecita angosta que atravesaba el parque en zigzag y se detuvo en una de sus curvas. Apagó el motor. Miró la hora: siete de la mañana, siete menos diez. A las siete en punto, a cien metros de allí, en otra de las varias callecitas zigzagueantes del parque, vio que una camioneta con acoplado, vieja y muy baqueteada, se detenía junto a la estatua de hierro de un anciano con una maza entre las manos. Bajó del auto y caminó por entre los árboles.

Que el conductor de la camioneta fuera tan joven lo sorprendió; no debía tener ni veinte años, a lo sumo veinticinco. Le faltaba un ojo. 

-¿Benito?

-Quién más.

Apenas se sentó al lado del chico, la camioneta arrancó. El chico tenía puesta una camiseta que alguna vez había sido blanca o amarilla, un pañuelo al cuello, pantalón de lona y alpargatas. Era evidente que no tenía ganas de hablar, pero dijo tres cosas cualesquiera por cortesía, a las que Benito respondió con dos sí y un no.

Salieron de la ciudad a media marcha, con la radio prendida y las ventanillas bajas. Empezaba a hacer calor. Cuando llegaron al río hacía por lo menos 30 grados. Inmediatamente abordaron una canoa con motor.

Las islas parecían más cercanas de lo que estaban. Calculó que en diez minutos estarían del otro lado, pero al llegar miró la hora y vio que no habían tardado diez minutos sino cuarenta. Mientras el chico amarraba la canoa, Benito siguió caminando hacia el único rancho a la vista, un rancho clásico, con techo de paja y paredes de adobe, sobre una elevación del terreno. El chico lo alcanzó enseguida y caminaron a la par, los dos callados, moliendo caracoles con los pies. Había miles de caracoles negros por todas partes, una verdadera invasión. Pensó en preguntarle al chico de dónde habían salido, o qué había pasado, pero alcanzó a darse cuenta de que el asunto no le importaba.

Ya a metros del rancho el chico se detuvo y Benito siguió solo. Al llegar golpeó las manos. Escuchó un zumbido y se dio vuelta: el chico azotaba el aire con un palo o con una vara.

Volvió a llamar, esta vez golpeando la puerta con el anillo. Un anillo de plata en forma de pera. La puerta, una tabla hecha con listones disparejos de pino, se abrió y salió un gaucho lento, hecho y derecho, excepto porque no tenía espuelas ni facón. Se llamaba Telésforo. El sombrero de ala ancha le mantenía los ojos a la sombra. Benito nunca había visto una cara tan curtida, con surcos profundos como tajos.

Se dieron la mano.

-Sientesé -dijo Telésforo y señaló un banquito-, ahora vengo.

Entró al rancho dejando la puerta entreabierta. Benito alcanzó a ver adentro: no había nada, aunque era evidente la presencia de unos isleños semidesnudos apilados en un sofá, mirando una película de terror. Más allá, por encima del techo, divisó por entre un montón de nubes duras lo simétrico del monte, con sus galerías a un lado y sus aureolas del otro, flotando ensimismadas…

Cuando Telésforo volvió a salir traía en una mano la pava y el mate. La mano libre venía en un bolsillo. Se sentó frente a él, pero en el aire.

-¿Todo en orden? -le preguntó cebando un mate.

Benito dijo que sí con la cabeza.

Telésforo le alcanzó el mate. Estaba frío y dulce y no dio para más de dos chupadas. Enseguida Telésforo sirvió uno para él. Chupó y escupió a un costado. Volvió a chupar y volvió a escupir. Sirvió otro mate y se lo alcanzó.

-¿Alguna noticia?

-No, que yo sepa.

-¿Seguro?

Lo pensó, pero sí, estaba seguro. Le devolvió el mate.

-A lo mejor, ahora que lo pienso… -empezó a decir.

Telésforo chupó y escupió, mirándolo fijo, a la espera. Benito se echó hacia atrás, hizo un movimiento en tirabuzón con la mano y negó en línea recta con la cabeza.

-No, nada. Pensé que… -dijo-. Pero no.

-Lástima -murmuró Telésforo. Chupó y escupió a un costado y agregó-: La semana que viene me vuelvo al desierto.

Benito quiso saber por qué escupía el mate. La pregunta era osada; pudo haberlo ofendido, pero la hizo bien, con el ritmo y los gestos justos. Telésforo le dijo que el mes pasado lo habían operado. Le habían sacado la vesícula. Desde entonces no podía tomar mate. Podía, sí, y de hecho eso era lo que estaba haciendo, pero no lo podía tragar.

-Así que entonces nos hemos encontrado al pedo -dijo después.

-Usted me llamó y yo vine -dijo Benito. Con las manos enlazadas se había agarrado una rodilla y al decir “yo vine” las abrió como alitas-. ¿Se va a quedar mucho tiempo allá?

-Seis meses. Lo mío es así. Seis en el desierto y seis acá.

-Me va a costar ir a verlo...

-Ni falta que hace, amigo. 

En ese preciso momento el chico, que no había dejado de jugar ni un solo segundo con la vara, se prendió fuego. Un perro que nadie había visto ni escuchado apareció y chilló. El chico estaba completamente envuelto en llamas.

Telésforo, sin inmutarse, le dijo a su invitado, que había dado un salto y que seguía saltando sin saber qué hacer:

-Dejeló, dejeló.

El chico salió corriendo y se tiró de cabeza al agua.

-Ya va a aprender -comentó Telésforo cebándose un mate-. Y digamé -chupó, escupió-, ¿se ha visto con alguien o…?

-No, no -dijo Benito-, con nadie.

-Ha de ser fulero haberse preparado tanto y que la espera no termine nunca. Pero déjeme decirle algo, ya que vino: sin entrar en zonceras como el tiempo, con mayúscula, y asuntos de menor cuantía aún, que los hay y usted lo sabe bien… Dejemé decirle una cosa, una sola: vaya tranquilo. Yo sé lo que le digo. Vaya, y vaya tranquilo. Y ahora, si me permite… -dijo y se quitó el sombrero-, me voy a rascar un poco la cabeza.

-Comprendo.

Benito se levantó y caminó hasta la canoa. El chico bajó el motor, lo hizo arrancar, saltó por encima del invitado con asombrosa agilidad y cayó con la mano en el timón al mismo tiempo que en el asiento, y empezó a cruzar otra vez el río.

Así que: mientras Benito se iba, mientras me iba quedando solo, me arrimé a la estela de fuego que había dejado el muchacho y -algo quería decirme- le presté la oreja:   

                                                                                Qué feo
                                                                         levantarse al alba
                                                                   y no encontrar la bombilla.

Juro por todos los santos que fue un susurro y que lo oí clarito. Me hice a un lado para escupir. Escupí dos veces. Después le dije:
                                                                                Llueve.
                                                                   Somos cinco en la casa.
                                                                          Para. Somos uno.
 
La estela dio un paso al frente, sacudiendo la vara todavía:
                                                                 La más chiquita se hamaca.
                                                              Se ha puesto un vestido nuevo.
                                                                 Rojo y como de otro lado.

Empezaba a propagarse. Tenía olor a alcohol. Tenía huesos de humo. Tenía patillas y un bigotito rubio, ya inservible.
                                                             Un pelo en la púa del alambre.
                                                                   Ondulación imaginaria
                                                                             del viento.
Yo:
                                                                       El molino cruje.
                                                                      Macho y hembra.
                                                                              Pereza.
La estela:
                                                                          Baja el sol.
                                                      Ella encoge un hombro sobre la azada.
                                                                  “Mañana vemos”, dice.
Yo:
                                                                     Hechos sueltos:
                                                                      una humareda,
                                                                         una visita.
La estela:
                                                                 Nunca tuvimos perro,
                                                                      como la luna.
                                                                    Fallan las pilas.
Yo:
                                                            Antena de la pava, ¡salvaje!
                                                          Verde, ¡que nadie toque nada!
                                                          ¡Que nadie sepa adónde voy!

La estela:                                        El horizonte es lo que redondea
                                                                      (cuando puede)
                                                            la sombra de las ramas…
Yo:
                                                           a), b) y c), motor prendido.
                                                           Algún relincho, alguna luz.
                                                                       ¿Vuelvo?

La estela, sentandosé:
                                                                          La silla,
                                                                          el plato,
                                                                         la cabeza.

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