Por Juana Inés Casas* Mayo 6, 2015

© Paloma Valdivia

¿Era mejor el infinito punto rojo o el infinito punto azul? No lo sabíamos. Pero a veces yo decía azul y él, rojo. Otras veces era al revés. Y así, en esa superposición de respuestas, nos entreteníamos por horas. También existían otras preguntas. ¿Cuántos segundos tiene un mes? O: ¿qué pasa cuando es de noche y todos duermen?

Ver esa foto, en cierta forma, es preguntarse lo que nos preguntábamos en esa época. Para mirarla hay que hacer un esfuerzo. Tomar el pequeño tubo de plástico con los dedos, acercar el ojo, fruncir el ceño. Irse de viaje en un objeto que sobrevivió a varias mudanzas y llegar a esa tarde protegida por una lupa y un visor.

En esa imagen, él está y no mira la cámara. Tiene unos años más que yo, la cabeza inclinada hacia un costado. Parece que juega con una cabra con cuerpo de alambre y rulos de lana. Era una cabra que nos disputábamos. Se ve feliz. Los dos nos vemos felices, usamos sweaters rojos y verdes, pantalones azul eléctrico y unas zapatillas Topper. Por debajo de los abrigos, unas poleras de cuello muy alto y apretado. Yo miro hacia la cámara con la boca abierta, los dientes que faltan. Una sonrisa que parece espontánea pero también es ridícula. De esas que sólo se les permiten a los niños.

El fondo es difuso pero lo puedo reconstruir. Recuerdo bien todo.

Papá compró el visor al fotógrafo que caminaba por los pasillos del circo. Antes mamá lo había visto pasar y le pidió que nos tomara una foto. El hombre era muy flaco,  llevaba un blazer de pana con bordes de lentejuela que comenzaban a despegarse y brillaban poco. Tenía una cámara y una cajita colgada del cuello. Se paró frente a nosotros, puso el ojo en el lente de la cámara y nos gritó sonrían, whisky, miren el pajarito.

Pero no había pajaritos. Yo sonreí de todas formas. Mi hermano no.

Lo mejor fue cuando nos pasaron el visor. Nos turnamos para mirar. Primero lo hice yo. Él me siguió. Nos fascinó ese mundo nuevo, un mundo donde en un espacio diminuto podían aparecer las personas de un tamaño visible aunque indescifrable. No eran grandes ni pequeñas. Éramos nosotros pero a la vez éramos seres irreales, encerrados en un ojo, en un tubo. A mí por un momento me pareció mejor que la televisión, una especie de realidad protegida para siempre. Tal vez por eso, después que pasó todo, lo escondí con mis abrigos, lejos de  las cosas de él.

Sus fotos, la ropa, los discos, los casetes grabados y marcados con su letra quedaron guardados en cajas. Papá se encargó de ordenarlas. Durante muchos meses no pude entrar a su pieza. Mamá tampoco. Creo que nadie.

Ahora el plástico está desteñido, tiene un color verde más claro, y el efecto de ver la foto a través de la lupa me parece un poco artificial. Sin embargo, hay algo que me obliga a esforzar los ojos, la mirada. Algo que quiero recordar u olvidar.  No lo sé. No sé qué es lo que se fuerza, si es el ojo, la mirada, lo que uno recuerda o lo que olvida. Y me pregunto lo que me pregunté siempre y después intenté borrar. En qué momento algo en esa foto se quebró. Cómo no pude verlo.

Papá fue un par de veces al psicólogo y después se fue de casa. Desde ese momento, empezamos a hablar cada vez menos. Mamá y yo nos mudamos varias veces. Recorrimos psiquiatras, departamentos en el centro y hasta fuimos a una chacra con unas tías. En el medio escribí varias cartas que rompí. Lo odié y después no y cuando pasó algo de tiempo lo empecé a extrañar. Muchísimo.

Es una presencia que no se va. Eso me dijo alguien. Pero a la vez no está, no estaba y sin embargo está ahí, en esa foto que es un pasaje para retroceder treinta casilleros, treinta años. Un tubito de plástico para ir a otra vida en la que fuimos al circo y mamá nos tomó de la mano hasta entrar a la carpa. Tenía miedo de las personas que raptan a los niños. La vecina había dicho que eran los gitanos. Las gitanas leen la fortuna pero roban niños.

Eso es algo ridículo, le dijo mamá.

¿Eran mis padres gitanos? ¿Nos habían raptado

a nosotros?

No importaban esas cosas cuando uno estaba en la tercera fila. Mi hermano tenía la cabra de juguete en las manos y yo miraba fascinada todo. El escenario desteñido, los copos de azúcar y los confites que se venden por ahí y el fotógrafo que nos dice sonrían, el whisky, el pajarito y yo abro mi boca sin dientes. Él, que tal vez no se da cuenta o quiere ignorar la orden, mira la cabra de juguete, le habla o hace que ella hable.

Cómo saber qué se dijeron. Cómo saber qué pensó él. Cómo saber cuál fue el momento en que nosotros dos empezamos a estar lejos, a dejar de hacernos preguntas. Cómo fue el plan. ¿Hubo un plan?

 Sólo trato de observar aún más. Ver si en ese perfil que apenas descifro hay rasgos de lo que vendría. Ver si veo esa mañana en que toda la casa estaba en silencio. Todas las habitaciones vacías. Nosotros durmiendo en la playa, lejos, y sólo él despierto en la casa. Quiero ver esa noche que debe haber durado muchas horas. Ver las paredes de su habitación como él las vio, el póster de Metallica y las imágenes recortadas de las revistas. Ver su cuerpo delgado, sus tatuajes, las últimas risas. Ver sus cuadernos dibujados, los trazos repetidos con birome. La carta que escribió a mano y rompió. Intento saber si miró por la ventana, si caminó por la casa. Intento saber qué hizo tantas tardes fuera de casa, tantas tardes dentro de su pieza, tantos mediodías sin bajar a almorzar. Trato de ver el momento en que dejó de respirar. Cómo reaccionó su cuerpo. Quiero ver si en ese último minuto en el que estaba vivo pensó en alguien. No en mí, en alguien.

Pero sólo veo la pequeña foto y recuerdo que en el circo fuimos felices. Antes de empezar la función, las luces se apagaron por un rato largo. Se oían algunos gritos y silbidos. De repente, todo se iluminó y una voz en off dijo bienvenidos al Gran Circo del Puente. Los niños gritaron con fuerza y saltaron de sus asientos. Nosotros también. Como si algo nos expulsara hacia arriba. Luego entró el presentador y vimos unas bailarinas colgadas entre los colores de la carpa. Después vinieron unos payasos y pusimos nuestras cabezas contra el pecho de mamá, mientras nos tapábamos los oídos para que no nos hablaran.  Los payasos por suerte pasaron de largo, sólo buscaban a los niños que querían ser buscados.

Más tarde entró un elefante, un elefante lento, gordo. Seguramente viejo. También hubo un entretiempo y mi hermano, antes de que existiera esa mañana, el silencio y la posibilidad del fin, pidió un copo de azúcar.

Esa noche él se acercó a mi cama y me contó un secreto. Viste lo que dijo la vecina sobre los gitanos que roban niños, bueno, tiene razón mamá, es mentira. No son ellos. Son los leones los que los roban. Se los roban y después los devoran. No ves que tienen la boca grande y los chicos son chicos, no pueden defenderse.

Cuando me quedé sola, imaginé una boca negra, un león como el del circo y nosotros dos en la esquina de una habitación. Después, muchos años después tuve un sueño que se repetía. Mi hermano se transformaba en león y lo devoraba todo. Yo veía cómo sus rasgos cambiaban uno a uno. Me miraba fijo. Iba a comerme. Su boca se descolocaba y los ojos eran cada vez más tristes, más lejanos. De mirarme tanto ya no podía verme. Yo intentaba correr pero no podía. Hasta que en un momento, él rugía, hacía un gesto y se alejaba caminando.

Yo quería seguirlo, preguntarle, hablar, saber algo, pero no tenía voz. Era una persona muda como el prisma y la imagen diminuta que se vuelve grande cuando uno acerca el ojo. Dos niños sentados. Dos niños felices, rodeados de colores, copos de azúcar y bailarinas colgadas del techo. Todas las preguntas del mundo suspendidas y ningún rastro de los leones. Ninguno.                              

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