Por Leonardo Padura* Abril 28, 2015

© Paloma Valdivia

Alborada Almanza despertó suave pero rotundamente, con la sensación precisa de que algo extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió la punzada nítida de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había fabricado y, aunque el santo del día era su amado San Rafael Arcángel, la fecha no le resultó reveladora pues no era su cumpleaños ni el de nadie conocido y mucho menos el día ansiado en que despachaban los mandados en la bodega.

Con lentitud, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas extraídas de dos zapatillas viejas. Reunió fuerzas y tomó impulso para levantarse: de un solo golpe quedó en pie, perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas provocadas por el hambre, el calor y la vejez. Sin embargo, ahora todo era agradable y leve, muy parecido a la vigilia. Un sueño así tengo que disfrutarlo, pensó, y como ya estaba segura de que podían ocurrirle cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó una revelación incontestable de que estaba viviendo un sueño en el pomo donde guardaba el café. Con alegría observó cómo el recipiente estaba repleto del polvo negro y oloroso cuya ausencia tanto la hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para tres desayunos y los doce días restantes debía calmar el crujido matinal de sus tripas con los cocimientos de anís, de hojas de naranja o de cogollitos de anón que solía preparar con mucha azúcar para sentir en su sangre un poco de energía que le ayudara a vivir otro día.

Mientras el agua para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del polvo de cereal con sabor a tierra y efectos astringentes que tragaba algunas mañanas y recibió una sorpresa mayor: allí estaba, intacta e invicta, una lata de leche condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y los caracteres cirílicos que tan bien conocía: hacía muchos años que aquella leche cremosa y pesada había desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café, Alborada descubrió dos brillantes pastelitos de guayaba, de aquellos que cada mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva Revolucionaria y desaparecieron para siempre los crujientes pastelitos de guayaba junto con los montecristos de chocolate, los masarreales de coco y las torticas de Morón.

Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la lenta degustación de aquel café precioso, que le resultó más amargo por la ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo, Alborada paladeó el café y esperó el despertar fatídico, con el eterno dolor en los huesos y los crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de aquel sueño exótico, absurdo, tan amable.

Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se desnudó en la cocina: dejó caer en una silla la vieja bata de dormir que ya había perdido todos sus encajes y colores. Luego desató el cordón que sostenía el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que este corriera hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como regalo de su cumpleaños 48, allá por 1962.

Mientras el agua la purificaba y el pastoso jabón Palmolive acariciaba su cuerpo, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota, como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella.

-Qué bueno es no sentirse sola- dijo en voz alta, pues la sensación de compañía era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y sobre todo el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más de una noche se acostó con hambre y mientras miraba el cielo estrellado por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a San Rafael Arcángel le concedieran una muerte rápida e indolora que la librara de las pesadillas, del calor y de los cocimientos matinales cargados de azúcar.

-Por eso estoy aquí- dijo la presencia y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien...

-¿Eres tú?- preguntó la anciana.

-Quién si no: yo soy Rafael, uno de los siete arcángeles que están al servicio del Señor y que pueden llegar a su presencia gloriosa. Tú querías que viniera y el Señor me permitió complacerte...

-¿Entonces...?

-Sí, Alborada, estás muerta como querías, y yo vengo a buscarte. Perfúmate bien, si quieres píntate los labios, que nos vamos al cielo.

-Ay, Dios mío- susurró la anciana ante la idea de perder lo que hacía tan poco había recuperado.

-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas?

Alborada corrió la cortina del baño y vio ante sí a un mulato alto, fuerte, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las alas que debía tener, pero que, entre las piernas, lucía un brillante músculo surcado de venas moradas, coronado por un glande rojo y pulido, como las manzanas que en otros tiempos Alborada ofrendaba a su querida Santa Bárbara.

-No te pareces a él... -dijo, sin poder apartar la vista de magnífico atributo del recién llegado e indicando hacia la efigie angélica y rosada que tenía en el cuarto.

-Mejor di que él no se parece a mí. ¿Es que no te gusta como soy?

-No, no es eso... es que eres tan… humano. Y, bueno, tener que irme así, ahora...

-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién puedo llevarme y del modo en que puedo llevármelo. Y como tú eres casi una santa, yo quise complacerte.

-Pero cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora que los probé otra vez...

-¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No ir al cielo y condenarte al infierno?

Alborada sintió temblores. Ya sabía que estaba muerta y no le importaba, porque los dolores y carencias de su vida jamás regresarían. Lo terrible era que tampoco regresarían el sabor triste pero real del café mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con quién se casaría la muchacha buena de la telenovela. La vida podía ser terrible, pero era la vida.

-Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.

-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y de pronto descubrió que aquel extraño diálogo, en la más absoluta desnudez, la hacía sentirse desinhibida, libre del miedo con el que siempre había vivido. Miedo a todo: incluso a morir. Lo terrible es que esto me pase cuando estoy muerta, pensó.

-Lo siento -se disculpó el arcángel y por primera vez sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes, otros por cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo...

-Gracias por tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta y al fin se atrevió a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor de piel: un mal recuerdo de su otra existencia, una maligna evidencia de que hay milagros que nunca ocurren. Entonces comprendió que lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo conocía y quizás en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la despensa mustia de su cocina. Para no sentirse completamente desnuda, decidió calzarse las maltratadas pantuflas.

-¿En el cielo hay pasteles?

-Siempre recién horneados. Por eso es La Gloria, ¿no?

-Menos mal… ¿Puedo hacer algo más antes de irnos?

-Depende, Alborada -musitó el arcángel.

-Son tres cosas. Y es muy fácil: quiero ver el mar, quiero acariciar un perro y quiero oír un danzón.

 El mulato celestial volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.

-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón contigo. Hace siglos que no bailo.

-Será un honor -dijo Alborada y miró el atributo espectacular del mulato venido del cielo. Pensó que su cobardía había valido la pena: al fin y al cabo iba a un lugar donde había pasteles de guayaba calientes y Dios le había otorgado la mejor de las salidas del mundo. Su mano sintió entonces la caricia del pelo suave y denso del perro que había tenido cuando era niña y pudo ver, más allá del salón de losas de mármol ajedrezadas, la plenitud azul del mar mientras comenzaban a sonar los primeros acordes de “Almendra”, su danzón favorito.

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