Por Rodrigo Fuentes* Abril 15, 2015

© Paloma Valdivia

Bienvenidos, dice el Papá.

Los dos hijos aguardan quietos frente a la puerta de entrada. El menor intenta ver hacia adentro, y el mayor espera con las manos entre los bolsillos.

Pasen, dice el Papá franqueándoles la entrada, están en su casa.

El hijo mayor pone una mano sobre el hombro de su hermano y entra él primero. Mira a su alrededor mientras avanza, atento a cualquier movimiento. Pero ahí no hay nadie, sólo el Papá que se adelanta con una sonrisa tentativa y un poco torcida, una sonrisa accidentada.

Ésta es la sala, dice con un amplio movimiento del brazo.

Los hijos miran a su alrededor, se fijan en la mecedora, el sofá, la mesa baja que descansa entre ambos muebles. El hijo menor está decepcionado: efectivamente, no es más que una sala.

Y la cocina es pequeña, dice el Papá acercándose al umbral que da a la misma, pero su Papá, como bien saben, hace milagros aquí.

El hijo mayor ya no cree en milagros, pero el hijo menor se imagina al Papá enfundado en un gran delantal blanco, con un sombrero de chef que resplandece en la oscuridad.

¿Y el milagro de hoy?, pregunta el hijo mayor.

El Papá lo observa, examina por un segundo su mirada.

Champiñones al vino tinto, dice, queso, pan, ensalada, mucho vino en los champiñones.

El hijo menor se restriega el estómago y dice mmm, y el hijo mayor echa un vistazo alrededor de la cocina y asiente un par de veces. Tiene una forma de asentir que obliga al Papá a mirar alrededor de la cocina él también.

Al regresar a la sala, los hijos se fijan en los objetos en el estante contra la pared, algunos libros y un tablero de ajedrez, y luego se sientan en el sofá.

¿Música?, pregunta el Papá acercándose al equipo de sonido.

El hijo menor no dice nada, pero su cara despierta con la guitarra invisible que el Papá empieza a tocar.

¿Como en los viajes?, insiste el Papá, y alza la guitarra invisible sobre su cabeza para hacer un solo.

El hijo menor se ríe y voltea a ver a su hermano, pero entiende que esto no debe ser así de fácil, así que regresa las manos sobre sus piernas.

Luego de ajustar el volumen del equipo el Papá entra a la cocina y lo pueden oír abriendo gabinetes y sacando cosas de ahí. Hace bastante ruido. Regresa con una bandeja que acomoda sobre la mesita. Descorcha la botella de vino, llena dos copas y le pasa una al hijo mayor. Le entrega un vaso de limonada al menor.

Por el gusto de cenar juntos otra vez, dice.

Levantan sus tragos y beben. El Papá se toma la mitad de la copa y, antes de regresarla a la mesita, vacía el resto.

                                                                                                          
                                                                                                          ***

¿Desde cuándo fumás?, pregunta el Papá echándole un vistazo al hijo mayor. Han terminado de cenar y se encuentran parados en el patio de cemento frente a la cocina, un lugar que el Papá se ha acostumbrado a llamar jardín. El hijo mayor se encoge de hombros y bota la ceniza sobre una de las tres macetas contra la pared. El Papá mueve la cabeza de lado a lado y toma un trago de su whisky.

¿Y con los dibujos cómo te va?, pregunta al cabo de un rato.

El hijo mayor mira las macetas, fuma, mueve el cigarro con un gesto que no significa nada.

Bien, dice.

El Papá espera, asiente.

¿Sólo bien?

Sólo bien, dice.

El hijo mayor deja caer lo que queda del cigarro al suelo, y la bacha rueda unos cuantos centímetros sobre el cemento desnivelado.

No botés ahí esa basura, dice el Papá.

El hijo mayor respira profundo, se inclina para pellizcar la bacha, y la deja caer sobre una de las macetas.

                                                                                                           ***

Están en la puerta de entrada a la casa, listos para salir, cuando el hijo menor se lleva las manos al estómago. Tengo que ir al baño, dice, el milagro me está doliendo, Papá. El Papá lo despeina con una mano, lo toma del hombro y le señala el pasillo que han pasado en el camino a la salida.

El hijo menor cruza a la derecha y desde ahí distingue el inodoro al fondo del pasillo. A la par del baño hay una puerta entreabierta, y de un momento a otro ya está empujándola suavemente con la punta de los dedos. Avanza unos cuantos pasos sobre el suelo alfombrado. La cama está deshecha y en la mesa de noche hay una lámpara y algunos libros. Los ojea rápido antes de acercarse al clóset. Abre una gaveta y observa productos que no reconoce, y luego mira abajo, donde descansa una caja de zapatos. Se pone de rodillas y le quita la tapa. Los tacones que halla adentro son pequeños. En la penumbra parecen de color café, aunque el hijo menor ha aprendido que las cosas cambian de color entre las sombras. Levanta uno; se sorprende de que sea tan pesado. Su madre nunca ha usado tacones y siempre le han parecido objetos incomprensibles, casi alienígenas. Lo acerca a su nariz y detecta un olor a sudor un poco rancio junto al perfume dulce. Respira ahí adentro otra vez y el olor lo atrae y lo repulsa al mismo tiempo. Podría pasar horas oliendo el interior de ese tacón. Lo aleja para observarlo, le da la vuelta. Con un movimiento lento pero seguro le quiebra la aguja. Lo pone de vuelta en la caja, a la par del otro, y deja la aguja erguida en medio de ambos tacones. Luego cierra la caja y la empuja hacia el fondo del clóset. Sale del cuarto y camina al baño.

Lo primero que hace al entrar es cerrar la puerta con llave. Levanta la tapa del inodoro, se baja los pantalones y calzoncillos. Toma asiento. No tiene prisa mientras caga. Se fija en la superficie de la puerta frente a él, en las grietas casi imperceptibles que atraviesan la pintura blanca y brillante. Se toma su tiempo, se limpia, se sube los calzoncillos y se abrocha los pantalones. Al levantarse mira lo que ha quedado en la taza, el papel flotando a un costado. Se sorprende, como tantas otras veces, de que toda la comida se convierta en eso. Sostiene el dedo índice sobre la manija plateada pero no presiona. Así se queda un rato, esperando, viendo lo que ha quedado en la taza. Luego retira la mano, se acerca al lavamanos y abre el chorro. Se lava las manos y se las seca contra sus pantalones.

Sale del baño, avanza por el pasillo, cruza a la izquierda y ve a su hermano y al Papá junto a la puerta de entrada, esperando en silencio. Le da un beso en el cachete al Papá y deja que el Papá lo despeine otra vez. Siempre le ha gustado cómo queda su pelo luego de que el Papá lo despeina.

Afuera un carro espera con las luces encendidas. Los limpiaparabrisas trabajan acelerados, casi maniáticos ante la lluvia que cae.

Regresen pronto, dice el Papá desde el umbral. Estira la cabeza, levanta una mano. Se despide con la boca un poco abierta.

Relacionados