Por Francisco Ortega Marzo 25, 2015

© Paloma Valdivia

En 1953 mi abuelo mató al monstruo del lago Nahuel Huapi. Por supuesto no lo hizo solo, ningún hombre podría matar sin ayuda a un dinosaurio marino. Me lo contó muchos años después, una tarde de domingo, poco antes de partir al culto de la tarde en su iglesia. Mi abuelo era evangélico, fe que practicó hasta el día de su muerte; también tenía una tienda de ropa y había practicado boxeo de joven. Aquella tarde estábamos solos en el comedor y me hizo prometer (porque los evangélicos prometen, no juran) que jamás lo iba a contar ya que era un secreto ante Dios y nadie sabía lo del monstruo. Claro, después vinieron otras tardes, otros comedores, otros monstruos, otros secretos y otras promesas. Casi todas acabaron rotas, como la mayoría de las promesas que uno hace de niño.

Yo tenía 8 años y ese domingo estaba hojeando una vieja Reader´s Digest en la que encontré un reportaje acerca del monstruo del lago Ness. Mi abuelo, a mi lado, terminaba el crucigrama del diario.

−¿Qué lees? -preguntó al notarme tan concentrado.

Le mostré la revista. Bajo el título aparecía un dibujo del monstruo; un animal de cuerpo jorobado y largo cuello, terminado en cabeza de serpiente.

−Un plesiosauro -comentó.

−Se dice plesiosaurio -le corregí.

−Plesiosauro -devolvió él-, así le decían en mis tiempos y así está bien.

-En el lago Ness, al norte de Escocia, hay uno de esos lagartos prehistóricos vivo. Sobrevivió a la extinción -le conté.

-Sí -dudó él-, en el lago Ness -repitió y luego me miró-. No sólo ahí -sonrió. Lo quedé mirando, él no dejó de sonreír. Luego, bajando el volumen de su voz me propuso: -Si te cuento un secreto, ¿prometes jamás revelarlo? -Asentí-. ¿Palabra de hombre? -subrayó.

−Palabra de hombre −le devolví. Era su dicho favorito.

−Una vez vi un plesiosauro en un lago -comenzó, otra vez diciendo “sauro” en vez de saurio.

−Mentira… -estiré con sorpresa.

−Los cristianos no mentimos -recalcó tajante.

-Lo sé -bajé la mirada avergonzado.

-Fue en Bariloche, al sur de Argentina -siguió él-, en el lago Nahuel Huapi. Yo participaba de la reunión iberoamericana de los caballeros Gedeones que se realizó en octubre de 1953. Recuerdo perfecto la fecha.

Mi abuelo era de los evangélicos importantes, no de los que gritan en las esquinas y hablan en voces. Diácono de su templo, miembro de la directiva nacional de la iglesia Alianza Cristiana e integrante de los Gedeones, una sociedad de caballeros de distintas iglesias protestantes del mundo cuya misión era evangelizar regalando biblias.

−Había mucha agitación en Bariloche en esa época -fue contándome−. La Universidad de Buenos Aires y un par de diarios habían organizado una expedición para capturar a Nahuelito, como llamó la prensa al plesiosauro -no quise volver a corregirlo con lo de “saurio”-. Los científicos y periodistas zarpaban cada noche en embarcaciones, pero no lograron atraparlo. Decían que  el monstruo se escondía al escuchar el motor de los botes, que el lago tenía cavernas y túneles al fondo; decían que la bestia era inteligente, decían muchas cosas, pero nadie ponía en duda su existencia.

-¿Y tú... O sea, ustedes?

-Nosotros en verdad no estábamos muy preocupados de Nahuelito. Bueno, hasta que sucedió lo que sucedió. Una noche regresábamos a Bariloche por la orilla del lago -continuó su relato con suspenso-. Habíamos pasado el día entero en un campamento de las juventudes metodistas y tras cenar con los muchachos volvimos al hotel. Íbamos en una camioneta Chevrolet grande y roja, muy ruidosa.   

−¿Cuántos eran ustedes? -insistí como si hiciera una entrevista.

−Cuatro -enumeró-. Otárola y otro hermano argentino, ambos de Neuquén. El pastor Castillo, que Dios tenga en su santo reino, y yo. Debían de ser como las once de la noche, o quizás más tarde, cuando de improviso Otárola bajó la velocidad. Nos dijo que le había parecido ver algo grande moviéndose entre el follaje cercano a la carretera. Nos indicó que miráramos hacia la izquierda. El hermano tenía razón, en verdad había algo allí, una masa oscura que brincaba entre los matorrales. Otárola detuvo el vehículo y todos aguardamos en silencio, con las luces bajas. Un poco asustados pero como siempre bien hombrecitos -otra de sus frases favoritas, aunque en esa ocasión no agregó lo de “sin llorar”, tan de él, finalmente tan nuestro-. Entonces, de la nada, el plesiosauro cruzó frente a nosotros…

−¡¿Se cruzó?!

−Eso te estoy diciendo. Apareció saltando como una foca, se detuvo sobre el asfalto delante de la camioneta y nos quedó mirando.

−¿Y cómo era? -tartamudeé excitado, como sólo se puede excitar un niño de 8 años con monstruos y dragones.

−Gris claro, con el lomo más oscuro. Era del porte de una vaca, no tan grande como uno se imaginaría un dinosauro -otra vez lo de “sauro”− y estaba entero mojado. Goteaba agua por todas partes y poseía una joroba rugosa, con marcas y cicatrices. La cola era corta y terminada en punta. El cuello delgado y curvo, parecido a la trompa de un elefante y la cabeza igual que la de una tortuga, pero sin pico, con un hocico chueco de donde sobresalían unos dientes blancos muy largos. Tenía los ojos negros y una especie de cresta arriba de estos...

Imaginé que debía de ser parecida a la del braquiosaurio, pero no dije nada.

−En lugar de patas poseía cuatro aletas -prosiguió mi abuelo− palmeadas y en forma de rombo, similares a las de un pato. Supuse que las usaba para nadar, pero acá, en tierra, le servían para impulsarse en pequeños saltos…

−¿Y qué pasó después? -insistí.

−Nahuelito movió su cabeza hacia nosotros. Luego emitió un bufido, como de gato enojado y abrió su boca para amenazarnos, los dientes eran muy afilados. Otárola se asustó y puso las luces altas para encandilarlo, luego aceleró.

−¡Contra el monstruo!

−Sí, contra el plesiosauro… -respiró, luego sentenció-: Lo atropellamos -mi abuelo marcó el silencio-. Lo matamos -marcó la palabra-. Lo reventamos por dentro… Y allí nos quedamos -levantó sus cejas gruesas, canosas y unidas al medio- a medianoche, un grupo de hermanos en Cristo, una camioneta y el cadáver de un monstruo prehistórico… -recordó-. Al principio nos asustamos, por todo lo que se nos podía venir encima. Así que optamos por lo más sano, pedir ayuda a Dios. Nos arrodillamos ante el cuerpo del plesiosauro y oramos pidiendo al Señor que nos diera sabiduría. Si él nos había puesto a Nahuelito en el camino y su voluntad fue que lo matáramos, debía de ser por algo. Misteriosos son sus caminos, tú lo sabes. Y allí, en medio de la oración, lo entendimos.

−¿Qué entendieron, tata…?

−Que el papel que el Señor quería que jugáramos era el de proteger a una de sus criaturas más asombrosas de los científicos ateos que deseaban revelar sus secretos. No matamos a Nahuelito, salvamos aquella maravilla de la creación -en verdad usó esa palabra- de los no creyentes y su ciencia... Amarramos al monstruo a la camioneta del hermano Otárola y lo arrastramos fuera del camino principal, hacia el interior del bosque.

−¿Entonces lo escondieron?

−No, lo quemamos.

No fui capaz de hacer otra pregunta, el abuelo siguió:

−El hermano Otárola tenía una caja de herramientas en el vehículo. Con ellas cavamos una zanja alrededor del cadáver. Luego empapamos al plesiosauro con bencina, usando un bidón de emergencia que el hermano siempre llevaba con él y tras orar por el eterno descanso de la criatura le prendimos fuego con un fósforo. Dos horas tardó el monstruo del Nahuel Huapi en ser consumido por las llamas y quedar reducido a cenizas, que luego repartimos por el sector. Cuando amaneció hicimos la promesa de no contar nada de lo ocurrido y luego regresamos a Bariloche.

−¿Qué más?

−No hay nada más. Seguimos en lo del congreso de los Gedeones y no volvimos a hablar de Nahuelito. Por los periódicos supe que los científicos habían estado como un mes en el lago antes de darse por vencidos y regresar a Buenos Aires. Concluyeron que lo del plesiosauro era sólo una leyenda…   

−¿Y tú nunca…?

−Nunca, hasta ahora -me sonrió-. Es primera vez que cuento lo que pasó esa noche, para que veas que te quiero, guatón -me dio un beso en la frente-. ¡Ya! -exclamó mirando su reloj-, las mujeres deben estar listas, ve a peinarte, que estás demasiado chascón para ir a la casa del Señor.

-¿Parezco un monstruo?

-Sí, uno más feo que aquel del lago… -dijo.

No iba a ser la última vez que se referiría a mí como un monstruo.

Mi abuelo jamás volvió a mencionar lo del “plesiosauro”, menos aun cuando dejó de hablarme. Era como si nada hubiese ocurrido: ni el suceso, ni aquella conversación antes de la iglesia, ni yo como su único nieto varón. Los monstruos no existen, cuenta mamá que dijo a pito de nada poco antes de morir, hace diez años.

El verano pasado viajé al Nahuel Huapi con Andrés, mi pareja. Aprovechamos de recorrer la costa tratando de buscar el sitio donde mi abuelo y sus hermanos en la promesa habían quemado al monstruo, por supuesto no encontramos nada.

-¿Escucharon de Nahuelito? -nos comentó el dueño de una hostería con vista al lago, la tarde en que esperábamos que nos pasaran a recoger para volver a Chile.

-No -le mentí. Andrés bajó la vista para disimular una sonrisa cómplice.

-Es un ser misterioso que vive bajo esas aguas. Yo lo vi de pequeño -contó nuestro anfitrión-, cuello largo, joroba y aletas palmeadas como remos.

-Como rombos -le corregí.

-¿Perdón?

-Nada -le contesté, mientras miraba a Andrés y pensaba que bajo la superficie ninguna bestia ancestral y lacustre nos estaba mirando. En 1953 mi abuelo mató al monstruo del lago Nahuel Huapi. Por supuesto no lo hizo solo, aunque creo que eso ya lo conté.

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