Por Claudia Hernández* Marzo 11, 2015

La versión oficial era que, en la habitación al frente de las gradas, no había nada. Tanta nada que, por eso, nadie dormía en ella. Que la usábamos para las visitas porque era más sencillo a la hora de subir o de bajar el equipaje y que jamás entrábamos para no interrumpir su descanso y para no ensuciar las paredes o echar a perder el cobertor, que eran muy delicados. Teníamos prohibido decir que teníamos prohibido entrar y también teníamos prohibido decir que teníamos prohibido entrar porque mi mamá no quería que volviera a asustarnos el espanto que vivía ahí.

No le importaba demasiado que lo hiciera con la gente que se quedaba a dormir porque, después de una o dos noches, ellas se regresaban a sus hogares y dejaban de ser problema suyo. Nosotros, en cambio, éramos otra cosa porque estábamos ahí todos los días sin poder dormir a causa del mucho miedo y no la dejábamos dormir bien a ella, que debía levantarse si nos oía temer o llorar para consolarnos y decirnos que todo estaba bien, que no había pasado nada o que nada más iba a pasar, aunque luego algo pasara esa misma noche o alguna de las noches siguientes.

Probó rotarnos por esa habitación hasta que alguna de nosotras le resultara simpática  al espanto, este dejara de inquietarse y pudiéramos todos dormir tranquilos. Como no resultó, dijo que sería mejor evitar molestarlo porque mi padre había revisado el contrato con mucho cuidado varias veces en busca de una cláusula que nos permitiera cambiarnos a otra de las casas del complejo o recibir un reembolso para adquirir otra fuera de él, pero no encontró amparo, de modo que no teníamos más opción que quedarnos y hacernos a la idea de que no podíamos disponer de ese espacio. Nos pedía que pensáramos en el espanto como en un pariente al que habíamos dado acogida y que nos acomodáramos nosotras en las habitaciones que quedaban como mejor nos resultara.

Pensamos que debíamos hacerlo porque, de alguna manera, había sido culpa nuestra

por no habernos quejado cuando todavía era tiempo de presentar reclamos. Fue difícil al principio porque ninguna quería ser la que no tuviera habitación propia, la que debiera obedecer lo que la dueña del lugar dispusiera, pero, con el tiempo, fuimos acoplándonos.

Pasamos tanto tiempo rotando posiciones que las fronteras de las pertenencias se

fueron borrando y terminamos por dormir todas juntas en una habitación a la vez. Era más divertido porque podíamos platicar hasta quedarnos dormidas, jugar tan pronto abriéramos los ojos y, sobre todo, vigilar lo que le sucediera al huésped que se instalara en la habitación ocupada. Nos gustaba ver a los que salían al pasillo en busca de comprensión, de ayuda o de compañía. Mi madre, en cambio, disfrutaba más de la cara que ponían al día siguiente cuando ella, en el desayuno, les preguntaba cómo habían pasado la noche.

Hacía un gran esfuerzo para disimular la risa cuando ellos se perturbaban y buscaban una manera de explicar, sin ofenderla, lo extraña que había resultado.

La mayoría contaba que había sentido algo como una presión que venía del techo. Mi

mamá los miraba con fingida extrañeza y les preguntaba si no había sido que algo de

lo que bebieron el día anterior -porque siempre cuidaba hacerles beber algo el día

anterior- había sido demasiado fuerte para ellos. Se disculpaba y juraba que no había sido su intención dañarlos. Agradecía que hubiera sido sólo eso y no una alergia que nos hubiera hecho llevarlo corriendo a la sala de emergencias. Habría sido muy triste.

Les preguntaba si había algo más que les hiciera daño para sacarlo del menú durante su estancia. No quería causarles inconvenientes.

Por lo general, consideraban la posibilidad y, de inmediato, le daban una lista de alimentos con los que no se llevaban bien. Mi madre los anotaba en un cuadernito, le decía que no se asustara si advertía síntomas similares la noche siguiente, que era normal que la sensación durara unos días y se repitiera a la misma hora porque lo que fuera que les hubiera hecho daño todavía estaba en su sistema. La gente le agradecía su amabilidad y casi no se quejaba a la mañana siguiente del susto que recibía la segunda noche, aunque no dejara de comentar que le parecía muy extraño que, además, se escuchara moverse el picaporte.

No les parecía que estuviera eso vinculado con la alergia. ¿Había sucedido antes? Mamá les decía que a lo mejor era cosa de su imaginación alterada por la falta de sueño y, con eso y una sonrisa, daba por terminado el episodio. Extendía una tostada y nos pedía que siguiéramos el desayuno para no atrasar el resto de las actividades.

La gente no quería insistir por no ser descortés. Para no volver a pasar por la experiencia y por no incomodarla, acortaban su estancia con algún pretexto y luego, cuando regresaban a nuestra ciudad, no volvían a quedarse con nosotros. Llegaban a vernos si nos enterábamos que estaban acá, pero no aceptaban pernoctar aunque se les dijera que la habitación estaba disponible. Ni siquiera tomaban la siesta en ella. Decían que sus parientes u otros amigos los habían comprometido a quedarse en sus casas o que la compañía para la que trabajaban les pagaba un hotel muy cómodo y muy cerca de la actividad para la que habían llegado. Nos llevaban presentes para disimular sus reservas y, con todo el disimulo del que eran capaces, preguntaban si alguna vez había sucedido algo extraño en esa habitación. Mi madre decía que no. Nosotras decíamos que no. Mi padre decía que no sabía de qué estaban hablando, que nadie le había comentado de nada al respecto, aunque la escena se había repetido varias veces. Lo que variaba era la anécdota.

A veces eran sólo sonidos, a veces era algo pesado que se les sentaba sobre el pecho y les respiraba en la cara, a veces eran tres manos fuertes que los empujaban contra la pared cuando estaban acostados.

Una sola vez alguien dijo que le habían puesto una almohada en la cara y la presionaron hasta casi impedirle respirar. Ese día, después de que la visita se marchó, mi madre subió a la habitación y le dijo, firme, al que la ocupaba, que eso no estaba permitido en nuestra casa. Le dijo Nosotros no lastimamos a los demás. Y le dijo Henry. No quiero que eso se vuelva a repetir, Henry.

Dijo que yo me había confundido, que ella no había subido ese día ni dicho nada. Pero yo no era como nuestros huéspedes. No podía engañarme como a ellos. Yo sabía lo que había escuchado. No pude equivocarme de nombre porque era el mismo del primo suyo que había muerto cuando era adolescente y del que nos había contado muchas historias. La mayoría, de lo miedoso que era: un muchachito que aseguraba que los ojos de los retratos del pasillo lo miraban, un niño incapaz de dormir solo o de pasar una noche completa sin gritar. Y, como mamá no quiso decirme si se trataba de él, fui a la habitación y le pregunté yo.

¿Sos el tío Henry?

No esperaba que me dijera que sí ni que no, ni que me diera un abrazo invisible o me

dejara usar esa habitación de nuevo, o intercediera por nosotras ante mi mamá y la

convenciera de que nos dejara tener una mascota, aunque era un precio mínimo por el espacio del que nos había privado y por la broma en la que la acompañábamos con cada visita. Todo lo que quería era saber si quería que le dejara una lámpara encendida por las noches. Yo tenía una que proyectaba peces en las paredes y que podía gustarle. Mi padre regañaría al final del mes por el alza en la factura de la electricidad, pediría que no le agregáramos peso a la carga que ya soportaba, pero terminaría por comprender que era lo mejor: mi madre decía que era la única manera en que conseguían que durmiera tranquilo. No sabía cómo no se le había ocurrido antes a ella sabiendo que se trataba de él.

Y tampoco sabía cómo era posible que él tuviera miedo si, según lo que contaba mi mamá, una vez que creció, se volvió temerario y hasta agresivo.

Lo supe hasta que dijo Otro Henry con una voz que me hizo retroceder sobre mis pasos. Otro. No necesitaba preguntar cuál porque hablaba igual que mi padre cuando estaba muy enfadado. Y preferí no preguntarle a mi madre porque era seguro que me mentiría; me diría que yo estaba imaginando cosas; que era un poco como su primo Henry, que veía cosas que no estaban y escuchaba palabras que jamás habían sido pronunciadas; que me tranquilizara; que no fuera como nuestros huéspedes. Pero, en eso, yo era ya un poco como ellos: planeaba cómo salir y nunca regresar, ni de día, ni sólo por un momento, ni con algún obsequio que disimulara mi desconfianza.

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