Por Fabián Casas* Marzo 4, 2015

© Paloma Valdivia

En los años setenta se pasaba el verano en las piletas populares. Muchas de ellas ya no existen más. Llegar hasta los balnearios Ocean o La Salada implicaba tomar colectivos repletos de gente. Las dos piletas tenían agua salada. Causaban furor y eran una barato trompe-l’oeil del mar. Piletones rectangulares y oscuros donde iban a abrevar miles de familias con sándwiches y gaseosas. Trataban de tostarse y soportar las altas temperaturas y la humedad asesina del verano porteño. Langostas rojas moviéndose y excretando sus viandas en torno al agua gris, mientras la prole meaba en los cuadrados opacos y planchados de baja profundidad. Eran piscinas puestas por un empresario emprendedor en la superficie de Marte. Estaba el mito que decía que en el componente  del agua había un líquido que, cuando un chico se meaba, se le formaba alrededor una mancha de tinta que lo mandaba en cana. Y era inmediatamente expulsado de la grey acuática. Ya al final de los años ochenta otro circuito de piletas tuvo su expansión. Quedaban por la zona norte y se podía pasar el día haciendo facha para en la noche entrar en las carpas -sólo con la malla puesta-  a bailar música electrónica. Los DJs exportaban esa música de avanzada directo de Londres, Berlín y New York. Las piletas eran inmensas, similares a las de las villas olímpicas. El agua era de un azul intenso y no podían entrar familias. Cuando caía la tarde, a sus costados se encendían unas luces estratégicas que daban la sensación de que las piletas eran pistas de aterrizaje de hidroaviones. También había, en algunas, pequeñas grutas artificiales para los que querían bucear. Estas grutas estaban empotradas sobre unos tanques inmensos de agua en una parte lateral de los complejos. Yendo por las grutas, los buzos improvisados con snorkels fosforescentes  podían llegar directamente a las barras de los bares que estaban armadas sobre los bordes de las piscinas. Debieron ser seis o siete piletas y tuvieron su momento de gloria. Recuerden estos nombres: DJ Cousteau, Dancer Floor, Clorotecno e Hipocountry. El flaco Pantera, la Garza, el Sereno  y Andrés eran cultores del periodismo jirafa, es decir, comer de arriba. Por eso solían recibir invitaciones para pasar un día o dos en las piletas electrónicas. Los sábados en que les coincidía el franco, agarraban la malla y el bronceador y ponían rumbo norte. Uno de esos días intensos y largos de enero, pongamos, Andrés y el Sereno tienen la piel quemada y la panza llena de cerveza. Caminan como zombis y se meten en una carpa donde se está bailando una música hipnótica, repetitiva, horrible. El efecto de la luz del flash repercute en cada uno de los bailarines. Hay olor a perfume, a encierro, a chivo, a cloro. Como la luz del flash hace que veas y no veas, ahora sí, ahora no, ambos avanzan muy despacio, milimétricamente. La gente baila, se ríe, toma agua, baila, se ríe, toma más agua. El Sereno trata de dormir unos segundos, en medio de la multitud frenética, con los brazos puestos en posición de yoga. Es como un Buda inmenso y manso bajo los efectos del rivotril. Andrés se lo queda mirando, fascinado, hasta que, de golpe, recibe un cabezazo descomunal, descalificador, traicionero. Se agarra la cabeza y siente sangre en las manos. Empieza a empujar a todos mientras se palpa un labio nuevo en la frente. Tiene ahí la boca de Mick Jagger, roja, escupiendo sangre. Busca la salida. Alguien lo agarra, posiblemente un patovica de seguridad -un bañero seco-, y lo arroja por una de las puertas de salida. Ve, en medio de la música y la danza, del dolor y la sangre, los quinchos encendidos de luces que  se prenden y apagan siguiendo el ritmo cardíaco del corazón de Papá Noel. Bajo sus pies, el césped cortado al ras. En las manos, sangre. Como si el golpe hubiese activado un proyector en su cabeza, se ve en su primer triciclo, andando por un patio grande y repleto de plantas, besando a su primera novia y sientiendo un dolor de huevos infernal junto al calzoncillo húmedo de semen, recuerda el olor poderoso a desinfectante de los pasillos del hospital donde estaba moribundo Roli y también la luz de una tarde de sol en la que metió un golazo perfecto, de tiro libre,  en unos campeonatos escolares, en Quilmes. Se le viene  a la mente el guiso exquisito de su madre y el manotazo de un homosexual en las bateas de discos de la calle Lavalle. Hasta que alguien lo interroga. Está parado al lado de una chica que tiene también las manos en la cabeza y sangre en el pelo. ¿Vos me chocaste? ¿Vos me chocaste?, dice ella. Es alta y delgada. Las piernas morenas y largas, tensas, parecen salirle directamente del cuello. Largo pelo hasta la cintura, bikini roja. ¿Te golpeé? Le pregunta Andrés aturdido y excitado, mostrándole las manos ensangrentadas. Entonces la chica hace algo raro. Toma con sus manos las manos de Andrés y mezcla la sangre de ambos. De esa manera Andrés conoce a Blanca Luz.

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Durante mucho tiempo vivió con  la idea de que existía un futuro. Esto no corre más. Todo sucede en el pasado, como la ciencia ficción. Mientras duró su breve e intenso romance con Blanca Luz, Andrés empezó a soñar, a veces despierto, que era el conductor de un tren subterráneo. Un tren que no hacía ruido y que se deslizaba, rápidamente, por túneles muy oscuros. La primera vez que soñó eso, él iba en la cabina del conductor con un overall gris, y en los cuatro vagones que se enlazaban con la cabina, estaban, desperdigados, una pareja de ancianos, una nena leyendo una revista y un hombre joven de traje con el paraguas aún mojado por la lluvia que, sin dudas, anegaba la superficie. El color del sueño, el clima, era similar al de los cuadros de Edward Hooper. Andrés, ya despierto, pensó que ese sueño era activado por el recuerdo de su primera novia, una compañera del secundario que pintaba y que tenía sus paredes del cuarto condecoradas con cuadros de Hooper. Personas solitarias en cafeterías semivacías, mujeres y hombres melancólicos abandonados a la buena de Dios. Andrés hizo el amor por primera vez con ella cuando la madre de la chica -que era médica- estaba de guardia. Ese acto fue preparado con suma anticipación y resultó todo lo relevante que se esperaba. Nada de dolor ni sangre. Los agujeros estaban donde tenían que estar, las palancas se lubricaban de acuerdo a la excitación. La chica tenía un cuerpo elástico y blanco de dieciséis años. Andrés tenía uno largo y flaco de diecisiete. Sobre cada uno de los pezones, la chica tenía ligeros pelitos, como bigotes microscópicos. Por eso, secretamente, Andrés la empezó a llamar Rucci. La pareja, larga y metódica y finalmente aburrida, resultó un iglú preparatorio para la madurez.

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