Por César Aira* Enero 28, 2015

© Paloma Valdivia

En la rutina de la casa también suceden pequeños hechos inexplicables. ¿Por qué pasó, por qué no pasó? No se sabe.

Sólo se sabe que pasó algo. ¿Qué? Bueno... ¡tantas cosas! Siempre está pasando algo, y es difícil hacer el recorte de un hecho, de una anécdota. ¿Cómo saber qué merece ser mencionado? O hay que hablar todo el tiempo, o quedarse callado para siempre. Las trivialidades que alimentan la cháchara inocente caen al subsuelo del silencio de las respuestas. A veces el azar de una repetición esboza un sentido.

-¡Se me rompió otro broche! ¡Qué mala suerte!

-Yo lo arreglo (Pensaba que se había zafado el resorte de alambre que une las dos mitades.).

-No. Se quebró. No tiene arreglo.

-¡A la basura!

-¡A la basura!

El lavadero del departamento está a la izquierda de mi estudio, que originalmente era el cuartito de la sirvienta. Presidiendo el techo del lavadero se encuentra el tendedero, una rejilla de cuerdas paralelas, con marco de caño metálico. Se sube y se baja con un complicado juego de roldanas. Ahí se cuelga la ropa a secar, lo habitual es que una selva de prendas húmedas tamice la luz del norte que llega hasta mi sillón frente a la computadora. En las raras ocasiones en que no hay ropa tendida, me gusta ver las paralelas vacías allá arriba, con los broches ociosos de todos colores prendidos como pajaritos a las cuerdas.

-¡Se rompió otro broche!

Sensación de repetición. ¿No se había roto ya? ¡No, éste es otro! Van tres. ¡Van cuatro! Hay algo de qué hablar.

De pronto, en el silencio de la inspiración… ¡Crac! Miro, y un broche yace en el piso, roto, y al mismo tiempo una camisa mojada deja caer un brazo, lo agita un instante goteando, como si señalase al caído. Un accidente insignificante: no basta para modificar mis hábitos taciturnos. Y sin embargo, queda registrado, y vuelve después, cuando se abre la tapa del lavarropas, y durante el tendido se oyen comentarios y quejas.

-¡Otro! ¿Pero de qué los hacen? ¡Ah, no, otro más!

-¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa?

-Estos broches, se me han roto no sé cuantos en estos días… Es increíble. Pasan diez años, y los mismos broches siguen sirviendo, me olvido… ¡Qué diez años! Veinte, treinta. Tengo broches de antes de casarnos. Y ahora se rompen todos juntos.

-Mm… Ahora que me acuerdo… Hoy yo estaba escribiendo y de pronto, ¡crac! Uno se rompió, y ¡plinc, planc! Los pedazos cayeron al suelo.

-¿Se rompió solo?

-Solo.

-¿No habrás pasado por abajo y se enganchó la cabeza con la ropa y…?

-¡Solo, solo! Yo estaba aquí sentado.

-Qué raro. Pero sí, yo levanté los pedazos y los tiré a la basura.

-No, los pedazos los levanté yo, y los tiré.

-¿Sería otro, entonces? ¿De qué color era?

-Azul.

-¡No te digo! El que levanté yo era amarillo.

Y después de varios ¡qué raro!, ¡pero qué raro!, ¡qué loco! El tema queda archivado. Hasta que se cae otro broche, y otro, y otro.

-¿No los estarás manipulando con demasiada fuerza? Yo tenía una tía que no le dejaban lavar los platos en la casa porque los rompía, tenía demasiada fuerza en las manos.

-¡Pero por favor! ¡Si nunca…! ¡Si siempre…!

Además, se rompen solos. Hay que rendirse a la evidencia. No los rompe nadie. Se rompen ellos solos. Pronto, es una verdadera lluvia, hay que barrer los pedazos con la escoba. El crujido ominoso, la caída, el repiqueteo en el piso del lavadero.

-No hay nada que hacer. Voy a tener que ir a comprar broches. Casi me había olvidado de que los broches se compran.

-¡Voy yo!

-Hay que comprar una docena por lo menos.

-O dos.

-O dos. A este ritmo, pronto no va a quedar ninguno.

-Voy a comprar una “gruesa”. ¿Sabés lo que es una gruesa? Una docena de docenas.

-Vos siempre el mismo exagerado.

Hay que tomar los pedazos, mirarlos con atención. Rotos, partidos. Son unos pequeños objetos frágiles, pero no tanto. Y casi nada es tan frágil como para romperse solo. Mal hechos, seguramente, mal fundidos, mal cortados, con fallas. Se puede culpar a la falta de control de calidad en la industria nacional: salvo que sean importados, de Taiwán, de Brasil. Quién sabe. Sin embargo… son de distintas tandas, algunos viejísimos, carcomidos, casi sin forma, mellados. Tan malos no serían, para durar décadas. ¿Y entonces?

Lo cierto es que les llegó la hora. Pobrecitos.

Hay algo que se llama “fatiga de los materiales”, y puede ser eso lo que les está pasando a los broches. Pero el argumento no resiste a la crítica. No es sólo que los broches que caducan tienen distinta edad, sino que no se trata del mismo material: algunos son de plástico, otros de madera, otros de alambre. Lo único que tienen en común es que son broches, con forma de broches. En todo caso habría que hablar de una “fatiga de las formas”.

La fatiga de los materiales más o menos puedo entenderla, o imaginármela: los átomos se van aflojando, sus electrones se quedan sin batería, algunos mueren y dejan huecos en los que se tuercen las órbitas de los otros, el vacío empieza a llenarse de polvillo, las masas se resquebrajan por viejas… ¿Pero las formas? Podría afectarlas, es cierto, la fatiga de los materiales que les hacen de soporte. No era así en este caso, pude comprobarlo al tacto porque la madera, el plástico y el metal de los fragmentos de broches difuntos seguía firme, sin asomo de desintegración. De modo que había que rendirse a la evidencia: existía una fatiga de las formas, todavía no diagnosticada por la ciencia, y de la que yo había presenciado su primera manifestación.

No parecía que hubiera habido antecedentes. Las formas siempre habían gozado de buena salud, y de una resistencia a toda prueba, como lo mostraban las extravagantes acrobacias a las que las obligaban los artistas. Qué no habían hecho con ellas, y siempre habían salido victoriosas e indemnes. Pero nada era eterno. Su condición inmaterial y abstracta las había preservado hasta el presente del desgaste natural de las cosas, pero quizás les había llegado la hora. Si se trataba realmente de un proceso de extinción, ¿cómo sucedería? Quizás fuera lento, milenario, fatiga no quería decir necesariamente extinción, quizás unas formas morirían antes que otras, y los broches eran los adelantados (pensando en las torsiones a las que los habían sometido los artistas, recordé el gran broche de Claes Oldenburg). Podían dar tiempo a que el ingenio del hombre, o el avance implacable de la ciencia, encontraran una solución, aunque no sería tan fácil de solucionar como la fatiga de los materiales; ¿qué hacer, por ejemplo, con la chatarra de las formas? Y en el peor de los casos, nos quedaríamos en un mundo sin formas: quizás era mejor así. Quizás hemos vivido prisioneros de algo que en realidad no necesitábamos.

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