Por Jiménez Morato* Enero 21, 2015

© Paloma Valdivia

In my beginning   is my end.
-T.S. Eliot

En mi comienzo está mi final. Así se lo dije, medio susurrando, la primera vez que nos besamos. Pero antes hubo muchos más momentos en los que jamás parecía que llegaría ese beso. Ni el amanecer. Es más sencillo acordarse del amanecer. Quizás porque estaba más sobrio, o quizás sea más exacto decir que uno reconstruye mejor al recordar las cosas que vivió estando sobrio. La lucidez fija más materiales para inventarlas luego en la memoria. Pero, perdona, me he adelantado. Todo comenzó con un concierto, nuestro concierto. Todo en nuestra generación parece que comienza en conciertos. Pero, bueno, no hace falta que te lo recuerde, tú estabas allí. Ya sé que por eso te lo estoy contando. Tú pensabas que nos conocíamos de antes, ¿no? Para nada, yo ni sabía que ella iba, ni la conocía. Acuérdate, íbamos los dos con tu ex. ¿Sabes algo de ella, por cierto? Yo, desde que me fui de la ciudad, no sé nada de ella. Bueno, dejé de tener trato con ella casi desde el inicio del segundo año, creo que te conté aquella vez por el chat. Claro que me acuerdo de que estabas superemocionado con el concierto. Me repetiste tres o cuatro veces en el subway que PULP era TU banda favorita. Y que el show era la excusa para haberte subido a un avión desde Miami. Claro que lo recuerdo. Creo que lo comentamos cuando volviste a la ciudad al año siguiente y fuimos juntos al concierto aquel en Harlem, ¿no? Me refiero a lo de que no sabía nada de tu ex. En fin, estas cosas pasan en NYC, ya te lo comenté. El asunto, que me voy por las ramas: no sé si recuerdas que antes de entrar al Radio City nos acercamos a una sucursal de esas cadenas de cafés porque ellas dos querían comprar algo dulce para matar el hambre. Sí, como si fueran diabéticas, sí. Qué obsesión con la dieta saludable. Me da igual que seas cocinero, eres pesado… Lo dicho: allí la vi meterse un puñado de sobres de Splenda en el abrigo. Claro que no lo recuerdas, sólo lo vi yo. Ella me descubrió mirándola y me guiñó un ojo y yo miré enseguida a otro lado por no delatarla. Como si a los trabajadores de la cafetería les importara lo más mínimo que alguien robe edulcorante, ya lo sé. Pero me convirtió enseguida en su cómplice. Así me sentí al menos. O quizás he decidido sentirme así al recordar la escena. En fin, lo importante es que se me quedó grabado que consumía esos sobres de sacarina y que, desde luego, no los compraba en los supermercados. El asunto es que decidí que la siguiente vez que nos encontrásemos, al saludarla le pondría un puñado de sobres en la mano. Ya sé que es una tontería. No, no pensé en ningún momento en que la “sucralosa” de que están hechos es una porquería. Ni sé que eso se llama así. No soy cocinero, me da igual la dieta saludable, te lo dije la misma noche del concierto cuando nos comimos una hamburguesa enorme con patatas en un dinner. ¿De eso tampoco te acuerdas?, la tuya era la más grasosa… En fin, el asunto, que decidí sorprenderla con los sobres. Una cosa tan absurda como esa. Bueno, no sé si se me notó o no aquella noche, pero la verdad es que sí me dejó bastante impactado conocerla. Total: que pasado el tiempo me di cuenta de que llevaba siempre uno de los bolsillos del abrigo lleno de sobres y no me cruzaba jamás con ella. Ya sé que la ciudad es enorme, pero al final uno termina moviéndose con la misma gente, es lo que tienen las colonias de inmigrantes, y más con la excusa de las universidades. Pero no, no había modo. Y llegó un momento en que dejé de guardarlos. Mi compañera de piso me preguntaba por qué cada día había más sobres de edulcorante en el cuenco de la cocina. Le conté una mentira: que siempre me llevaba de más en las cafeterías y luego no los usaba y, al llegar a casa, me los encontraba en los bolsillos. Se encogió de hombros dándole la misma importancia que le daba a todo y se limitó a decir que le venía bien ese dinero que se ahorraba. Y así seguían las cosas: yo le ahorraba dinero a mi compañera de piso, que me daba completamente igual por no decir que me caía mal, y a ella no me la veía jamás. Hasta que sucedió, un martes, una protesta de estudiantes mexicanos en Union Square. No recuerdo por qué protestaban, dímelo tú que eres también mexicano. Debió ser a los tres meses o algo así del concierto. El asunto, estaba allí, tras una pancarta. Así que me inventé algo, que se me había olvidado una cosa en clase o algo así, para que tu ex novia se acercara sola y luego regresaba yo para unirme a la protesta. No, iba con ella pero jamás nos liamos, ¿por qué siempre me preguntas lo mismo? Ya lo hablamos una vez, lo más que hice con tu ex fue darnos un beso y no hubo química alguna. Parece que te molestara. Claro que no se me había olvidado nada, fui a un café y me llené el bolsillo de sobres de edulcorante. Lo tenía perfectamente planificado desde hacía tiempo. Yo le daba la mano llena de sobres y ella entendía todo al instante. Y nos mirábamos tiernos y ya sólo nos apetecía irnos a algún sitio a charlar los dos solos y tranquilos. Así iba a suceder, estaba seguro. Pero no, cuando regresé estaban ya medio cansados de gritar y se habían sentado en el suelo a charlar. Cuando le di los sobres, tras insistirle en que acercase la mano, porque apenas me había dado un beso en la mejilla que en realidad se fue al aire, los miró con cara de no entender nada. Miraba alternativamente a los sobres y a mi cara pidiéndome una explicación de todo aquello. Creo que, además, le molestó que el resto de la gente lo viera. Le debí decir algo del tipo: creo que son estos los que tomas, ¿no? O algo así. Y sonrió de lado, me dio las gracias por el detalle y los echó al bolso sin pensar más en ellos. Nada más. Tanta planificación para eso, ¿puedes creerlo? Por eso cuando volviste a la ciudad no te conté nada. Daba hasta vergüenza tener que admitir una derrota tan humillante. Sé que contado así da pena. Pero, verás ahora por qué te lo estoy contando. El tema es que a la vuelta del verano no tenía donde quedarse porque no había renovado su alquiler, y nomadeaba por casas de amigos hasta encontrar un alquiler decente. Y en NYC es complicado encontrar una renta que no sea un robo. El asunto es que le dije que si le hacía falta podía quedarse en mi nuevo apartamento, el de Astoria. Sin compromiso, claro. Y muy desesperada debía de andar porque aceptó. Se dejó caer por casa un viernes a la tarde, como a las cuatro. Yo quería asistir a una cosa de la universidad y ella iba a cenar con sus amigas. Como aún no tenía copia de las llaves de casa acordamos que me llamara cuando hubieran terminado y yo me volvía para casa entonces para abrir. Llamó casi a medianoche y en lo que quise llegar hasta casa era casi la una. Cuando subimos al apartamento le dije que, la verdad, me apetecía cualquier cosa menos preparar el sofá para que durmiese en él. Le propuse compartir la cama, total, entre el cansancio y la borrachera iba a caer dormido en cinco minutos, dije. Podía estar tranquila. Ni discutió: fue a lavarse los dientes y ponerse un pijama y, al salir, se metió en la cama. Como te cuento. No, yo lo dije en serio, en ese momento en lo último que pensaba era en eso, de veras. Sólo quería dormir. Y de hecho dormí como un lirón hasta que amaneció a las siete o así. A cien metros de casa están las vías del tren, pero sólo lo oyes cuando estás despierto. Conté veinte trenes, hora y media calculé, observando su perfil. Se había dormido de lado, dándome la espalda. Me daba miedo moverme para no despertarla. Y entonces la noté revolverse, frotarse levemente los brazos. Le pregunté si tenía frío. Podía subir el termostato, aunque yo no tenía ni pizca de frío. No, mejor abrázame, me dijo. Sí, como en una película. Por eso te lo cuento. Vale, a lo mejor lo he adornado un poco. El asunto es que la abracé y ella misma comenzó a moverse. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos haciéndolo. Ya sé que suena a cliché, por eso lo uso, porque queda presuntuoso decirlo de otro modo. Cuando uno coge lo cuenta con lugares comunes y punto. Y sí, caímos en el lugar común varias veces, qué te crees. Pues nada, pasado un rato le pregunté si prefería ducharse ella primero o yo. Me cedió el turno y me preguntó si tenía café. No, sólo té. Sólo me gusta el espresso, y lo tomo fuera. En casa sólo té. Perfecto, me dijo. Me haré un té mientras te duchas. Al salir del baño me la encontré medio desnuda en la cocina. Me preguntó dónde estaba el edulcorante. No tengo, le dije. No tomo. Me preguntó por los sobres que le di. Le confesé toda la historia, convencido de que la vería como el prólogo romántico de aquella mañana. Me miró perpleja. Pasó al baño dejando el té a medias. Cuando salió de la ducha se vistió y recogió su maleta. Le pregunté a dónde iba, se suponía que iba a pasar todo el fin de semana en casa. No sé, ya veré, me respondió. A algún lugar donde tengan azúcar, por ejemplo. Y se dio media vuelta y cerró la puerta con mucho cuidado. Como te lo cuento. ¿Te lo puedes creer?.

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