Por Jorge Baradit* Diciembre 30, 2014

© Paloma Valdivia

En la calzada, unos enfermeros recogen a un ciclista quebrado que grita como perro mientras lo meten a la ambulancia. Les cuesta mucho levantarlo, se les resbala. Uno le susurra al oído “¡Quédate quieto, huevón!”. Lo anoto, no quiero olvidar el cuadro. Todo lo anoto porque me da rabia olvidarme. “¿Qué era eso fundamental que se me había ocurrido?”. Me torturo por las noches, así que todo lo anoto y lo repito. Siempre anoto las cosas porque la cabeza tiene un dispositivo de mierda que me borra cada verdadero pedazo de realidad que logro ver durante el día, cada relación mental dislocada, ganas de matar a alguien,  idea demente o ganas de violar, para que en el recuento me acueste convencido de ser una buena persona. Nadie es buena persona, solo hay tipos que se controlan mejor que otros. Anotar esos fragmentos te hace recordar los lugares feos donde anda tu loco, mapea los prostíbulos mentales donde come; el verdadero espesor enfermo de lo que ocurre en tu cabeza. El ejercicio diario de recoger del suelo esos pedazos de junkware y órganos que también son uno para reconstruir la cirugía de la propia cara antes del cloro, la escofina y la aguja de coser. La cara del minotauro.

Se supone que cada vez que recordamos algo sólo estamos recuperando lo que había en el cajón la última vez que lo encontramos, y así es como se degradan las cosas, vidas enteras, países completos. Somos un avión que va arrojando memoria para evitar estrellarse. Estoy seguro que mi cabeza planea un golpe en mi contra.

Cuando tenía trece años mi pesadilla recurrente era la segunda venida de Cristo. Los libros que regalaban los Testigos de Jehová con esas imágenes terribles me habían violado el alma que era un lujo. Ahí estaba yo, acostado quedándome dormido con temor al fuego y al azufre que en cualquier momento saldría desde las junturas de la madera para quemarme la piel y cocinarme por mis pecados. A los nueve años había adquirido la certeza de que moriría. “Cristo, envuélveme en tu sangre”, repetía para evitar el horror de una nueva pesadilla; pero esa vez apareció otra cosa muy diferente en mi cabeza: se dibujó la casa de un tío, un jardín improbable, mucha tranquilidad en la forma de una brisa en agua mineral (el set donde ocurría todo era muy pequeño). Detrás de una esquina, de pronto, la niña más hermosa del universo. La palabra hermosa no alcanza. Mi cabeza le hizo un acercamiento cauto a su rostro iluminado, perfecto. Ahí, en ese sueño, mi cuerpo encajó consigo mismo por primera vez. Sentí cada articulación de mis huesos, desapareció la gravedad y cada átomo de mi cuerpo se giró para mirarla. El agua que nos rodeaba se entibió. En la radio de mi pieza irrumpió “So in love” de los Orchestral Manoeuvres in the Dark, pero mi cabeza se negó a despertar con el ruido y la incorporó al soundtrack de mi epifanía. La primera vez que me enamoré lo hice en un sueño, de una mujer que no existe, caí por sus ojos de universo, fuimos uno y no volví a salir. Treinta años después, cada vez que escucho esa canción me come la misma emoción, la nostalgia por un lugar que está en el fondo de mi cabeza y al que no puedo llegar por más que estire la mano. Una mujer que no alcanzo a tocar. Ella se mantiene joven mientras a mí me empiezan a colgar las carnes y ya me da vergüenza buscar entre las lolitas con jumper la cara de ese sueño transparente. Tampoco es que sufra tanto, pero igual a veces pongo la canción varias veces seguidas. Todo lo he olvidado, todo se ha transformado, menos ese sueño y el miedo al Apocalipsis. Mi amargura es que han empezado a ser uno.  A veces me pongo melodramático y pienso que ella es la cara del monstruo que me va a matar; que alguien hackeó mi mente para poner un rostro contra el cual no voy a ofrecer ninguna resistencia cuando se acerque con el cuchillo.

He tratado de dibujar ese monstruo tan hermoso, de describirlo, y siempre fracaso, igual que ahora. Nadie sabe cómo fabricar un monstruo. Por más que escribo y le aprieto el cogote al lenguaje, no hay cómo inventar un verdadero monstruo. Todo termina en un hombre con cabeza de animal, un insecto con forma humana, una alegoría penca o un remiendo de partes de cadáveres, animales y máquinas, un pegoteo de características. Pero un bicho nuevo, eso es otra cosa. Quiero volver a soñar con ella, la Beatriz minotauro, hasta que casi me atropellan de nuevo por andar con la cabeza en las nubes, porque mi cabeza no para y eso me enferma. Todavía escucho al ciclista quebrado gritando adentro de esa ambulancia que se mueve por la ciudad como un Pac-Man incendiándose.  Porque todos gritan y se incendian por dentro, mi cabeza no para de hablar, todos hablan todo el rato con palabras ásperas que me raspan la mente, y me siento un telépata en el metro hora punta. Orchestral Manoeuvres in the Dark también tienen una canción que se llama “Enola Gay” (¿en qué estaba pensando Paul Tibbets cuando le puso el nombre de su madre al avión que iba a lanzar la bomba atómica?). El Metro de Santiago debería tener un nombre propio también. Todos los monstruos deberían tener nombre porque el más grande de todos no lo tiene.

Por el lado mío pasó una ambulancia, ese otro monstruo que atraviesa los tímpanos como un cuchillo de lado a lado por calle Manuel Montt ¿Irá ahí el ciclista? ¿Lo reconstruirán con partes de cadáveres o con partes mecánicas? En esas dos alternativas se juega todo el género de la ciencia ficción, pienso. Y me imagino un mundo a base de máquinas fabricadas con cadáveres. Automóviles con perros muertos y sus músculos estimulados con electricidad para que pedaleen los cigüeñales, émbolos y traccionen a base de cuerpos cosidos unos contra otros en vehículos que se pudren y huelen mal con los días. Una nación cadáver, cementerios abiertos como supermercados, dinamos movidos por caballos sin cabeza trotando cableados y amarrados a hileras sin fin en establos malolientes allá en Quilicura, alimentando de electricidad al Metro que recorre como gusano de la fruta una ciudad podrida y ya estoy desvariando de nuevo. Llegó el vagón del Metro monstruo y me incrusto como puedo entre la gente. De más que huele a fruta podrida este ataúd con ruedas. Y claro, me imagino un cementerio con redes de túneles con ataúdes circulando bajo tierra.

El vagón se mueve y entramos al túnel de las almas en camino al más allá, porque obviamente estamos todos muertos, todos los guiones pencas terminan así.

Voy atrasado a la pega.

Pero, por supuesto, el Metro queda detenido en medio del túnel. Es lo que pasa en cualquier historia o no hay historia. ¿Qué puede hacer un Metro sino detenerse en medio del túnel? Estamos prisioneros en el inframundo y jamás saldremos de acá, tendremos que construir una sociedad y nuestros hijos escucharán historias acerca de la bola de fuego que cruzaba el cielo y nos calentaba la vida. Puro género literario, siempre. La voz que sale de los altoparlantes imita la entonación de los pilotos de aerolínea, porque todos escribimos ficción.

El Metro no se mueve.

Los celulares no tienen señal.

Empieza la historia.

Una abuelita saca su radio a pilas y la enciende. Mientras sintoniza el ruido blanco, la estática y las voces que parecen muertos comunicándose desde el más allá, emerge un locutor gritando que “...nos están atacando, desde el cielo...”, pero a la abuelita se le cae la radio y las pilas salen rodando en todas direcciones. Mi cabeza explota, me veo enfrentado a la peor de las decisiones ¿Cómo decido qué está ocurriendo?

1. Por supuesto, son aviones argentinos cruzando la cordillera en el ataque que siempre hemos estado esperando. Comenzó la guerra. La venganza por nuestro apoyo a Inglaterra durante la guerra de las Malvinas. Maradona vestido de Evita pilotando el primer F-16 que arroja sobre La Moneda rockets llenos de huesos de soldados argentinos muertos en Puerto Stanley.

2. Quizá no, y lo que viene del cielo es algo peor: la invasión extraterrestre definitiva. Porque después de años de observarnos, oler nuestros puntos débiles y envidiarnos en secreto finalmente nos invaden en sus ferreterías carniceras ambulantes voladoras para robar nuestros cadáveres y fabricar máquinas gigantes con sus pedazos. Pero la niña de mis sueños clavará su cuchillo en el aire y lo rasgará para que nazcamos por esa herida hacia el sueño que tuve a los 14 años. Ahí nos quedaremos acurrucados para siempre.

3. Miro alrededor pero todos están pensando en otra cosa. Es el Apocalipsis. Finalmente se abrieron los cielos y están bajando los ejércitos del Señor para juzgarnos con sus espadas de fuego, abrieron mi sueño y están siendo descargados online como malware envuelto en espíritu santo. Todo terminó y llegó el momento de pagar la cuenta. Quizá acá abajo, escondidos en el Metro, podamos construir el germen de la resistencia. No nos vamos a quedar con los brazos cruzados, supongo. Hay muchos allá afuera que no reconocen a Jehová como su dios. Estoy seguro que se armarán frentes de resistencia contra el Apocalipsis, nos iremos al monte y organizaremos la guerrilla. Yo tengo montones de bidones con agua en la bodega de la casa, comida no perecible y un par de armas hechizas. Me compré una katana real hace unos años y puse a mi hijo en kung-fu para entrenarlo. Me he preparado para esto, esa perra con su cuchillo no me pillará desprevenido.

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