Por Alberto Fuguet* Diciembre 17, 2014

© Paloma Valdivia

Jueves, 25 de febrero, 2010

Me llamo Matías Vicuña y hasta el mes pasado era gerente comercial para una cadena nacional de hoteles cuatro estrellas para hombres de negocios que todos creen que es parte de una transnacional. Ésa es justamente la idea: que parezca que es parte de algo más grande y legítimo y que tenga una historia y un pasado que en realidad no tiene. Hasta el mes pasado mis oficinas estaban en el hotel principal que está en el centro neurálgico de las finanzas de Santiago: la avenida El Bosque Norte. Cuando me nombraron gerente de noche de la otra sucursal que tenemos, el hotel de Nueva Las Condes, acá en Alonso de Córdova con Rosario Norte, un barrio de edificios inteligentes, de autor, lleno de oficinas y empresas, sentí que algo estaba haciendo bien y que me premiaban. Desde luego, aumentó mi sueldo y mis responsabilidades y también mi poder, pero básicamente la idea de dejar de existir de día y poder vivir cuando el resto desaparece me pareció que era exactamente aquello que necesitaba y que, por lo demás, me merecía.

Lo curioso, claro, es que nadie quería este puesto.

La gente tiende a querer vidas parecidas a las del resto. Yo ya he vivido, y quizás he vivido más que el resto. La idea es estar sin estar del todo, de desaparecer sin tener que tomar decisiones drásticas, de irme del país sin salir de la ciudad, me atrajo de inmediato y acepté el ofrecimiento.

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Acá en Nueva Las Condes todo es nuevo; dudo que alguna construcción supere los siete años. De noche, queda vacío. No pasan ni micros -digo, el Transantiago- ni taxis y la recién inaugurada estación del Metro Manquehue está a unas doce cuadras si uno zigzaguea entremedio de calles angostas flanqueadas por casas DFL2 de ladrillo y departamentos nuevos que se han alzado para acoger a una clase media emergente que antes soñaba con ir al multicentro Apumanque y que ahora usan la reliquia setentera para ir a ensanchar pantalones, cambiar suelas y comprar regalos para gente que no les interesa por menos de mil pesos. En mi época -sí, mi época- estos terrenos eran una mezcla de peladero, población militar y viviendas sociales decrépitas donde íbamos a comprar droga cuando hacíamos carreras de autos por la Kennedy.

Está la cordillera, claro, aunque se veía más y aún se alza El Faro, aunque ahora es una farmacia y no una heladería, y los galpones de lo que era el hipermercado Jumbo ahora es el Alto Las Condes y ninguno de los cines por donde vagué cuando llegó la crisis del 82 ahora existe, ni siquiera como iglesias o discos.

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Ahora vivo acá. De noche. Vivo en este hotel. Día y noche. Mi oficina en rigor está en el segundo piso, pero la habitación que me ofrecieron como parte de mi contrato está en el veintidós. Mi vista es al Parque Araucano, que ahora es un parque de verdad o al menos intenta serlo, y a uno de los malls más grandes de América y a centenares de edificios de lujo que han alterado para siempre el paisaje chato de la antigua Vitacura profunda donde me crié. Mi propio departamento del barrio Providencia se lo dejé a Cristóbal, mi hijo de veintitrés que antes vivía con su madre en Concepción, que quiere ser músico pero que no le gusta cantar o tocar en público, y que trabaja en una empresa de estrategia y marketing digital que no entiendo del todo lo que significa, pero al menos lo subsidio con tener un lugar relativamente digno en una de esas calles con nombres de flores.

Soy una pieza clave pero no insustituible de lo que en el exterior llaman the hospitality business, es decir, el negocio de la hospitabilidad. Nuestra misión -bueno, la mía y la de los dueños y la gente que está a mi cargo- es que el pasajero (casi nunca son turistas, nunca hemos tenido un mochilero, por ejemplo) se sienta en su casa, pero lo cierto es que los que nos visitan no tienen muy claro lo que es una casa, un hogar o una familia, y les gusta mucho que nuestros arquitectos y decoradores hayan diseñado habitaciones que se parezcan a las oficinas de sus sueños y al departamento que tendrían si el negocio por el cual están acá en Santiago les resultara.

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Hace muchos años, por un leve instante que me pareció eterno, fui algo así como una estrella. Fui, digamos, famoso o, al menos, el centro de mí círculo. Me sentía de alguna manera célebre, estaba claro que me miraban y envidiaban e imitaban; sabía que mis opiniones tenían peso, que mis opciones terminaban siendo gustos y moda y que hablaban de mí, casi siempre a favor.

Era joven, era taquilla, estaba al día.

Era, para bien o para mal, Matías Vicuña.

Ahora tengo el mismo nombre pero ya no tengo la marca ni la percha ni el entourage ni la supuesta seguridad. Es cierto que, por dentro al menos, sentía que todo se estaba cayendo a pedazos y que necesitaba mucha energía (mucha de la cual sacaba de ese producto de exportación ilegal que nos llega de nuestros países vecinos del Norte) para poder seguir siendo algo así como un héroe, cuando lo cierto es que me sentía bastante menos que un perdedor (loser, como se dice ahora) y alguien que estaba seriamente a la deriva. Pero eso fue hace mucho, mucho tiempo. Antes de que pasara lo que pasó y antes de que eso gatillara lo que vino después, cuando todo se rompió de una vez y no hubo manera de repararlo. Uno se gasta una vida tratando de no pensar en cómo no resultaron nuestras vidas cuando hubo tanta promesa y ganas y el tiempo parecía que sobraba, que no iba a terminar nunca. A diferencia de muchos, creo que pude disfrutar por un tiempo esa sensación adolescente y casi rockera de que el mundo gira alrededor de uno y no que es el mundo el que gira con o sin nosotros. Eso que una vez llamamos mundo o “todo el mundo” o “nosotros” o “nuestra gente” ya no existe. Ahora el mundo es el mundo y los que nos sentimos sus dueños no participamos de él. El mundo ahora es mucho más grande y ya no podemos depender de él.

Te traicionan, te traicionas, transas, te cansas, aceptas.

Sí, supongo que tengo mucho que lamentar en mi vida, me han pasado cosas, quizás peores o más tremendas que a otros a los que veo con cierta envidia y asombro. Sin embargo, no todo es tan malo y jamás se me ocurriría hacer algo como lo que hizo Humberto. Quizás lo pensé, pero eso fue hace tanto, tantos años atrás, que casi no lo recuerdo o siento que le sucedió a otra persona. Más allá de los cambios físicos inevitables (y tengo claro que de todos los de mi generación soy claramente el que se ve más joven, a veces creo que tengo hasta ocho o diez años menos de los 47 que arrastro), lo que más echo de menos de esa época, de lo que podría llamarse mi juventud, no es tanto a mis amigos (¿éramos tan amigos?) ni los carretes ni sentirse parte de un grupo de elegidos, sino lo frágil que era, lo vulnerable, cómo todo me importaba y afectaba y cómo tenía tanta curiosidad y energía y cómo todo me parecía algo digno de hacer o intentar. Esa parte echo de menos, la echo de menos en mí.

Tengo fotos mías a los quince y a los dieciséis y a los diecisiete y en Río y en Reñaca y en los campos de mis amigos y compañeros, pero las miro y no me reconozco.

¿Quién es?

¿Qué hacía yo ahí?

Incluso tengo una Polaroid desteñida, donde salgo desnudo y perfecto y con menos de veinte por ciento de grasa corporal frente a un espejo, tomada por la Flavia Montessori, que también sale desnuda y perfecta, no como está ahora, convertida en una señora que podría enseñar a cocinar repostería en un matinal, y no me da ninguna cuota de envidia. Al revés: qué bueno no ser ese tipo posero posando así, adelantándose un par de décadas a la moda de las selfies y el Instagram. Lo que sí me duele, lo que sí me gustaría leer, es ese texto, esa novela inspirada en la colección de aventuras de Papelucho donde escribí y me mostré y donde realmente me desnudé como creo que nunca lo volveré a hacer: es ese Matías que a veces echo de menos y con el cual me gustaría conversar y proteger y hasta abrazar y decirle que nadie realmente se salva pero que nadie realmente triunfa.

Eso es lo peor de envejecer, creo: endurecerse, no confiar, guardarse, saber cómo todo va a terminar y que, por cierto, que todo va a terminar.

Las cosas no salieron como quise y ya no saldrán. Esto lo digo con total tranquilidad y sin dolor o culpa. Tengo mis culpas y mis heridas y, sobre todo, lamentos; pero no me comen, no me arrasan, no dañan mi organismo. Quizás me hacen algo aburrido o menos dispuesto a tomar chances o a sobregirarme como muchos de mis compañeros y amigos de generación que ahora que tienen cierto dinero están intentando vivir lo que no pudieron hacer a los veinte. Amigos. ¿Qué significa amigo cuando uno tiene más de cuarenta y el lazo se arma por muchos ángulos menos el de la confianza o la conversación verdadera o la capacidad de conectar de verdad y saber los dolores y alegrías y penas y secretos y deseos del otro, y no sólo hablar de política o pelar a los adictos a Twitter o aplaudir tal o cual serie de HBO?. Quizás eso es lo que más echo de menos: tener amigos y no miles de conocidos y contactos.

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