Por Eduardo Halfon* Diciembre 3, 2014

© Paloma Valdivia

Estaba bebiendo café de olla de una vieja y oxidada taza de peltre azul. Doña Tomasa había puesto a mi lado una jarrilla del mismo peltre azul, sobre el suelo arenoso del rancho. No había mesas ni sillas. Las hojas de palma del techo estaban ya negras y agujereadas. La poca brisa hedía a pescado rancio. Pero el café de olla estaba fuerte y dulce y ayudó a despabilarme un poco, a desentumecer mis piernas tras las dos horas conduciendo hasta el puerto de Iztapa, en la costa del Pacífico. Sentí mi espalda húmeda, mi frente pegajosa y sudada. Con el calor también parecía aumentar la fetidez en el aire. Un perro macilento estaba olfateando el suelo, en busca de sobras o migas que hubiesen caído a la arena. Dos niños descalzos y sin camisas intentaban cazar un gueco que desde arriba cantaba bien escondido entre las hojas de palma. No eran aún las ocho de la mañana.

Aquí tiene, dijo doña Tomasa, y me entregó una tortilla con chicharrón y chiltepe, envuelta en un pedazo de papel periódico. Se apoyó contra una de las columnas del rancho, restregando sus manos regordetas en el delantal, enterrando y desenterrando sus pies en la tibia arena volcánica. Tenía el cabello salpimentado, la tez curtida, la mirada un poco estrábica. Me preguntó de dónde era. Terminé de masticar un bocado y, con la lengua aturdida por el chiltepe, le dije que guatemalteco, igual que ella. Sonrió con gracia, quizás sospechosa, quizás pensando lo mismo que yo, y volvió su mirada hacia un cielo sin nubes. No sé por qué siempre me resulta difícil convencer a las personas, incluso convencerme a mí mismo, de que soy guatemalteco. Supongo que esperan ver a alguien más moreno y chaparro, más parecido a ellos, escuchar a alguien con un español más tropical. Yo tampoco pierdo cualquier oportunidad para distanciarme del país, tanto literal como literariamente. Crecí fuera. Paso largas temporadas fuera. Lo escribo y describo desde fuera. Como si fuera un migrante perpetuo. Soplo humo sobre mis orígenes guatemaltecos hasta volverlos más opacos y turbios. No siento nostalgia, ni lealtad, ni patriotismo, pese a que, según le gustaba decir a mi abuelo polaco, la primera canción que aprendí a cantar, cuando tenía dos años, fue el himno nacional.

Me terminé la tortilla y el café de olla. Doña Tomasa, tras cobrarme el desayuno, me dio direcciones hacia un terreno donde podía dejar estacionado mi carro. Hay un letrero, dijo. Pregunte usted por don Tulio, dijo, y luego se marchó sin despedirse, arrastrando sus pies descalzos como si le pesaran, murmurando algo amargo, acaso una tonadita.

Encendí un cigarrillo y decidí caminar un poco sobre la carretera de Iztapa antes de volver al carro, un viejo Saab color zafiro. Pasé una venta de marañones y mangos, una gasolinera abandonada, un grupo de hombres bronceados que dejaron de hablar y sólo me observaron de soslayo, como con resentimiento o quizás modestia. La tierra no era tierra sino papeles y envoltorios y hojas secas y bolsas de plástico y algunos restos de almendras verdes, machacadas y podridas. En la distancia un cerdo no paraba de chillar. Seguí caminando despacio, despreocupado, viendo a una mulata del otro lado de la carretera, demasiado gorda para su bikini de rayas blancas y negras, demasiado mofletuda para sus tacones. De pronto sentí el pie mojado. Acaso por estar viendo a la mulata, había metido el pie en un charco rojizo. Me detuve. Volví la mirada hacia la izquierda, hacia el interior de un local oscuro y angosto, y descubrí que el piso estaba lleno de tiburones. Tiburones pequeños. Tiburones medianos. Tiburones azules. Tiburones grises. Tiburones pardos. Hasta un par de tiburones martillo. Todos como flotando en un fango de salmuera y vísceras y sangre y más tiburones. El olor era casi insoportable. Una niña estaba arrodillada. Su rostro resplandecía de agua o quizás sudor. Tenía las manos dentro de un tajo largo en la panza blanca de un tiburón, y sacaba órganos y entrañas. En el fondo del local otra niña regaba el piso con el débil chorro de una manguera. Era la cooperativa de pescadores, según decía un rótulo mal pintado en la pared del local. Cada mañana, supuse, todos los pescadores de Iztapa llevaban allí su pesca y allí esas dos niñas la limpiaban y troceaban y vendían. Noté que la mayoría de tiburones ya no tenía aletas. Recordé haber leído en algún lado sobre el mercado negro internacional. Aleteo, le llaman. Habría que tener cuidado más tarde, pensé, en el mar. Como que era día de tiburones.

                                                                                                         ***

Lancé la colilla hacia ningún lado y volví al carro, con prisa, casi huyendo de algo. Mientras conducía, me di cuenta de que ya había empezado a olvidar la imagen de los tiburones. Se me ocurrió que una imagen, cualquier imagen, inevitablemente va perdiendo su claridad y su fuerza, aun su coherencia. Sentí un impulso de detener el carro a medio pueblo y buscar libreta y lapicero y escribirla, de dejarla plasmada, de compartirla a través de palabras. Pero las palabras no son tiburones. O tal vez sí. Dijo Cicerón que si un hombre pudiera subir al cielo y contemplar desde ahí todo el universo, la admiración que le causaría tanta belleza quedaría mermada si él no tuviera alguien con quien compartirla, alguien a quien contársela.

Tras un par de kilómetros sobre una calle de tierra, por fin encontré el letrero que me había indicado doña Tomasa. Era el terreno de una familia indígena. La casa estaba hecha de retazos de chapa, ladrillos, bloques de cemento, tejas rotas, formaletas con los hierros oxidados aún expuestos. Había una siembra de milpa y frijoles, unas cuantas palmeras adustas, tristes. Gallinas corrían sueltas. Una cabra blanca masticaba la corteza de un guayabo, atada a ese mismo guayabo con un alambre de hierro. Bajo un rancho, echadas en el suelo, tres mujeres jóvenes limpiaban mazorcas mientras escuchaban a un evangélico predicar en una pequeña radio de mano.

Se me acercó un viejo tostado y taciturno y aún fornido pese a sus años. ¿Don Tulio? Para servirle, dijo sin verme. Le expliqué que me había mandado doña Tomasa, la señora del rancho. Ya, dijo, rascándose el cuello. Un niño de cinco o seis años llegó a parapetarse detrás de una pierna del viejo. ¿Es su hijo?, le pregunté y don Tulio me susurró que sí, que el más pequeño. Al estrecharle la mano, el niño bajó la mirada y se sonrojó ante ese gesto de adultos. Abrí el maletero y me puse a sacar mis cosas y en eso, como surgidos desde un abismo, como sofocados por algo, acaso por la aridez o la humedad o por el sol ya inclemente, escuché unos gritos guturales. Me quedé quieto. Escuché más gritos. Lejos, atrás de la casa, logré ver a una señora mayor, que supuse era la madre o quizás la esposa de don Tulio, ayudando a caminar a un muchacho gordo y medio desnudo que se tambaleaba y se caía al suelo de puro borracho, que seguía gritando los gritos guturales de un borracho, y que se estaba dirigiendo directo hacia nosotros. Se esforzaba por caminar hacia nosotros. Algo quería con nosotros. La señora, valiéndose de toda su fuerza, estaba determinada en impedirle el paso. Aparté la vista, por respeto, o por pena, o por cobarde. Nadie más parecía muy preocupado.

Don Tulio me dijo que veinte quetzales, el día entero. Saqué un billete de mi cartera y le pagué, aún escuchando los gemidos del muchacho. Don Tulio me preguntó si sabía cómo llegar andando a la playa, o si quería que me acompañara su hijo. Iba a decirle que gracias, que no sabía llegar, cuando de pronto el muchacho gritó algo para mí incomprensible pero que sonó rudo, doloroso, y don Tulio de inmediato salió corriendo. El muchacho, ahora desparramado en la tierra, convulsionaba al igual que un epiléptico. Finalmente el viejo y la señora lograron arrastrarlo y jalarlo hacia la parte trasera de la casa, fuera de vista.

Aunque más suaves y distantes, todavía se escuchaban los aullidos. Le pregunté al niño qué estaba pasando, quién era el muchacho, si estaba enfermo o borracho o algo aún peor. Hincado, jugando con una lombriz, él me ignoró. Dejé mis cosas en el suelo y, despacio, con cautela, me dirigí hacia la parte trasera de la casa.

El muchacho estaba dentro de una jaula de bambú, tumbado entre un charco de fango y agua o quizás orina. Logré escuchar el zumbido de todas las moscas que volaban a su alrededor. Este me salió malito, susurró don Tulio al verme a su lado, pero no entendí si era un juicio ético o físico, si se refería a una conducta perversa o a una tendencia alcohólica, si a un padecimiento nervioso o un retraso mental. No quise preguntar. Observé al muchacho en silencio, a través de las gruesas varas de bambú. Tenía los pantalones mojados y semiabiertos. Tenía el mentón ensalivado de blanco, el pecho saturado de pequeñas fístulas y llagas, los pies descalzos llenos de lodo y mugre, la mirada enrojecida, llorosa, casi cerrada. Pensé que la única opción que le quedaba a una familia pobre e indígena era apartarlo del mundo, sacarlo del mundo, construyéndole una jaula de bambú. Pensé que mientras yo podía tomarme un día libre y conducir dos horas de la capital a una playa del Pacífico para nada más darme un baño, este muchacho era prisionero de algo, acaso de la maldad, acaso de la bebida, acaso de la demencia, acaso de la pobreza, o acaso de algo mucho más grande y profundo. Me limpié el sudor de la frente y los párpados. Quizás debido a la luz tan diáfana del litoral, la jaula de pronto me pareció sublime. Su artesanía. Su forma y estoicismo. Me acerqué un poco y agarré con fuerza dos varas de bambú. Quería sentir el bambú en mis manos, la tibieza del bambú en mis manos, la realidad del bambú en mis manos, y así tal vez no sentir tanto mi indolencia, ni la indolencia de un país entero. El muchacho se agitó un poco en el charco, alborotando el enjambre de moscas. Ahora sus gemidos eran dóciles, resignados, como los gemidos de un animal herido de muerte. Solté las dos varas de bambú, di media vuelta, y me fui al mar.

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